Jean-Ives Leloup, religioso dominico, profesor de Filosofía
de las Religiones en París, realizó numerosas entrevistas a los
monjes durante los viajes que organizaba al Monte Athos.
La siguiente es una entrevista al Padre Dionisio,
monje responsable de los huéspedes del monasterio de Simonos Petras.
Jean, llevaba en su corazón aquella pregunta que puso en marcha a tantos hombres
y mujeres hacia los grandes monasterios de la antigüedad cristiana:
“¿Cómo me salvaré? ¿Qué hay que hacer para salvarse?”. El que pregunta
cómo salvarse, retoma a su vez la pregunta de los judíos
después de la predicación de Pedro el día de Pentecostés.
Verdaderamente Jesús es el Mesías, el Señor, el Salvador, el Resucitado.
¿Cómo acercarse a él, cómo recibirlo, cómo vivir de él?
¿Cómo hacer de nuestro ser todo entero, espíritu, alma y cuerpo,
una confesión gozosa de su señorío y del don de su Espíritu?.
En las respuestas se ve reflejada la sabiduría
profundamente
espiritual de esos hombres que parecen anclados en el pasado,
pero que son en realidad la luz que interpreta
la oscuridad de nuestro tiempo.
espiritual de esos hombres que parecen anclados en el pasado,
pero que son en realidad la luz que interpreta
la oscuridad de nuestro tiempo.
Monasterio de Simonos Petras, Monte Athos, Grecia. |
¿Qué es un monje?
Es aquel que quiere seguir a Cristo hasta el fin. Se deja
conducir cada día por el Espíritu Santo y su obediencia lo hace conforme a
Cristo obediente. Es un recién nacido, un niño vuelto hacia el Padre, un hombre
en la Trinidad.
¿Cómo llegar a ser monje?
Renunciando a sí mismo. Es necesario que el grano sea
enterrado para que dé fruto. Es necesario ayunar, velar, conservarse puro,
adquirir la humildad y orar sin cesar.
¿Cómo orar sin cesar?
Este es un don de Dios y hay que pedírselo. “Si vosotros que sois malos sabéis dar cosas
buenas a vuestros hijos, cuánto más vuestro Padre Celestial dará el Espíritu
Santo a quienes se lo pidan”. Hay que rogar a la Madre de Dios y a los santos
que intercedan por nosotros.
¿Qué ocurre cuando se ora sin cesar?
“No soy yo quien vive sino que Cristo vive en mí”.
La respiración de Jesús en nosotros, es el Espíritu Santo que dice: “Abba” y que ora por todos los hombres.
La respiración de Jesús en nosotros, es el Espíritu Santo que dice: “Abba” y que ora por todos los hombres.
¿Cómo orar por todos los hombres?
Orar por todos los hombres, aun por los enemigos, es el amor
mismo de Dios que está en nuestro corazón, es el fruto de la oración. Hay que
cantar los oficios, leer los salmos, meditar los Evangelios, y decir sin cesar:
“Señor, ten piedad”. Entonces, el corazón se purifica, se vuelve humilde y
puede, recién, orar por todos los hombres, por los pecadores. Puede llegar a
derramar lágrimas y a dar su sangre.
¿Cómo amar a los enemigos?
Primeramente, ¿quiénes son nuestros enemigos?. El monje no
tiene otros enemigos que los demonios. Orar por ellos nos es imposible, debemos
combatirlos, pero combatirlos por el amor. Es estar crucificado con Jesús. Con
él descendemos a los infiernos. Un corazón puro, solamente un corazón de
niño, puede triunfar del poder de las
tinieblas. Es necesario que no haya odio, ni engaño en el corazón, pues él debe
ser el trono de la luz y del amor. He aquí lo que somos: trono de Dios y
templos del Espíritu Santo. Si somos así, entonces amamos a nuestros enemigos.
Pero, a menudo, hay algo más que Dios en nuestro corazón. No somos humildes y
el Amor no puede vivir en nosotros; y en vez de orar, juzgamos a los demás, y
llegamos a ser presa de nuestros pensamientos.
¿Qué es la experiencia del Espíritu Santo?
Cuando estamos muertos a nosotros mismos, es cuando Cristo
vive en nosotros. Entonces caminamos en la luz, somos dioses por la gracia,
hombres nuevos.
¿Qué es la “hesiquía”?
Es el silencio en nuestro corazón, en nuestro espíritu y en
nuestro cuerpo. El que jamás hace su
propia voluntad, permanece en silencio ante Dios. Se borra a sí mismo, en su cuerpo,
en su espíritu y en su corazón, delante de Dios. Este hombre puede, entonces,
ir a la ciudad y vivir en medio del ruido que estará siempre delante de Dios.
Pero esto es muy raro, es necesario comenzar por el silencio, lejos del mundo,
lejos de todas las preocupaciones y gustar, ante todo, cuán bueno es el Señor. El
que no sabe callarse ante el Señor en su celda, ¿cómo podrá escucharlo en medio
del ruido de la ciudad?. Muchos monjes, ni siquiera en su celda conocen la
hesiquía, hablan mucho y se pierden en sus recuerdo e imaginaciones; se preocupan demasiado pensando en la mañana,
lo que es contrario al mandamiento del Señor: “Deteneos, y sabed que Yo soy
Dios”.
¿Conduce la hesiquía a la apatheia?
Sí. La apatheia es el fin. Entonces el hombre es como Dios,
y ya no hay en él malos pensamientos, ya no es más esclavo de ninguna pasión,
se ha convertido en amor, sin emociones
ni deseos: él Es. Su oración, entonces, es verdaderamente eficaz, porque ora
con el corazón mismo de Dios que crea y salva al mundo.
Pero, ¿quién conocer este estado?
Si no existiera el testimonio de los santos, desesperaríamos
de conocer este estado bienaventurado, prometido por Cristo.
¿Tienen los santos un lugar importante en vuestra vida?
Sí. La Madre de Dios y todos los santos. Ellos están más
cerca nuestro que nuestros vecinos, que nuestros compañeros de trabajo, son
verdaderos seres vivos. Gregorio Palamas está en el corazón de mi corazón, es
el don que el Monte Athos le ha hecho a Dios.
¿Cómo discernir la voluntad de Dios?
Si un pensamiento viene de Dios, es una luz en el corazón,
nos hace más humildes y progresamos en el amor. Si este pensamiento, por el contrario,
hace que estemos satisfechos de nosotros mismos y nos lleva a juzgar al
prójimo, es que viene del enemigo.
Si hay en ti una gran paz y un amor por todos los hombres,
el Espíritu Santo habita en ti. El enemigo detesta la hesiquía. No te extrañe
que esta paz llegue en medio de tribulaciones y dificultades. Entonces comprenderás
las palabras de San Pablo: “¿Quién nos separará del amor de Jesucristo?”.
Cristo dijo que no tenía ni una piedra donde apoyar su
cabeza. ¿Acaso el Monte Athos no puede llegar a ser un lugar donde el monje
pueda reposar la suya?
Para mí, el Monte Athos es como un cohete, como un ascensor.
Yo no me detengo en el ascensor. No estoy aquí sino para ir al Cielo. No me
duermo en el ascensor, sino que recuerdo a aquel que me espera en la puerta.
“Así pues, si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas
de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios. Aspirad a las cosas
de arriba, no a las de la tierra. Porque habéis muerto, y vuestra vida está
oculta con Cristo en Dios. Cuando aparezca Cristo, vida vuestra, entonces
también vosotros apareceréis gloriosos con él” (Col 3, 1-4).
San Pablo describe muy bien aquí, la paradoja de nuestra
condición. Estamos muertos, no existimos más para el mundo, nuestro hombre
viejo ha sido crucificado, hemos renunciado a nuestras ambiciones, al orgullo,
al odio, y poco a poco nos hacemos participantes de la vida del resucitado.
Vivimos con él, vueltos hacia el Padre en el Espíritu Santo. Tal es la vida del
cristiano y la vida del monje.
EL MONJE ES UN CRISTIANO
El monje es un cristiano que quiere vivir al máximo las
exigencias y la vocación de su bautismo. Como en todos los cristianos, debe
convertirse en otro Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre. El Espíritu
Santo, el Reino de Dios, es el objeto de nuestro deseo. Debemos dejarnos
transformar por él para ser recreados a imagen y semejanza de Dios. Somos todos
pecadores llamados a ser santos. Todos
hemos sido sacados de la nada para participar de la vida de aquel que
ES.
El monje, más que nadie, es consciente del camino que lo
conducirá de las tinieblas a la luz, y este camino es Jesucristo.
El monje no tiene sino un deseo, renunciar a sí mismo y
seguir a Jesucristo adonde quiera que él vaya… y él va hacia el Padre. Él va
hacia la resurrección a través del sufrimiento, de la muerte, del abandono de
la Cruz. Pero nosotros nada tememos porque el Espíritu Santo, desde Pentecostés,
está con nosotros. Él nos da la fuerza y la humildad de Jesús y el amor que él
derrama en nuestros corazones nos llena de gozo, aún si tuviéramos que sufrir,
y atravesar toda suerte de tribulaciones.
Si uno aprende carpintería, es para llegar a ser carpintero.
Si estudias el Evangelio y no lo pones en práctica, ¿de qué te sirve?.
Si uno aprende carpintería, no es para llegar a ser herrero.
Si estudias el Evangelio, la Biblia, las vidas de los santos, no es para vivir
el mundo, sino para vivir como Cristo.
Nuestro padre San Basilio, tiene todavía otra imagen: “Cuando
un herrero tiene que hacer un hacha, piensa primero en el que le confió su
ejecución y guarda su recuerdo presente en su espíritu. Reflexiona luego, en el
tamaño y en la forma del objeto y realiza el trabajo según la voluntad del que
se lo encargó, pues si pierde de vista todo esto, hará otra cosa distinta de la
que le ordenaron.
Lo mismo ocurre con el cristiano cuando orienta toda su
actividad, sea cual fuere, hacia el cumplimiento de la voluntad de Dios, hacia
el objetivo que es de todos, la divinización. Haciendo sus actos con
perfección, permanece fiel al pensamiento del que lo manda; cumple estas
palabras: “Pongo a Yahvé ante mí sin cesar; porque él está a mi diestra no
vacilo” (Sal 16, 8), y observa el precepto: “Por tanto, ya comáis, ya bebáis o
hagáis cualquier otra cosa, hacedlo toda para gloria de Dios” (1 Cor 10, 31).
SEREMOS DEIFICADOS
Somos huéspedes de paso, “nosotros somos ciudadanos del
cielo” (Flp 3, 20), entonces, ¿cómo puedes afligirte por las cosas de la tierra
y tener preocupaciones mundanas. “Allí donde está tu tesoro, allí también está
tu corazón”. “Cualquiera que venga a mí y no odia a su padre, a su madre, a su
mujer, a sus hijos, a sus hermanos, a sus hermanas y hasta su propia vida, no
puede ser discípulo mío” (Lc 14, 26). Cristo no quiere que nos hagamos esclavos
de cualquier cosa y quiere que estemos libres de afecciones aun las más
profundas y legítimas, por un más grande amor.
¿Qué cosa hay más grande que haber sido llamados a ser
Dios?. ¿A ser, por la gracia, lo que Él es por naturaleza?. La divinización del
hombre, tal es el fin. “Dios se hizo hombre para que el hombre llegue a ser
Dios”.
El fin de la vida monástica, es lograr un corazón puro,
dócil a la voluntad de Dios: allí está la libertad de los hijos de Dios.
Mientras estemos en pecado, no seremos libres. Es necesario
renunciar a todo lo que no es divino y seremos hombres. Rechazar el engaño, la
hipocresía, el orgullo, el odio. Dejar vivir en ti el Espíritu de Jesús y
encontrarás tu verdadera identidad.
El fin de nuestra vida está en el cumplimiento de los
mandamientos del Señor. “Amar a Dios, amar a nuestro prójimo”. Si vivimos esto
con todo nuestro corazón, con toda nuestra alma y con todo nuestro espíritu,
seremos deificados, seremos semejantes a Cristo. Dios es amor, Dios es luz. El hombre
creado a su imagen, debe llegar a ser todo amor y todo luz.
Los sacramentos nos comunican la vida de Dios y las obras de
la vida monástica no tienen otro objeto que hacernos cada vez más receptivos al
don de Dios. El monje debe abandonar todo lo que no es amor, todo lo que no es
luz. Esto es renunciar al mundo. Que no haya en nosotros lugar para la vanidad,
la ambición, los celos, y Satanás no tendrá ningún trono ni lugar en nosotros para extender su reino.
La regla del monje es el Sermón de la Montaña. El Espíritu
Santo nos concede vivir las bienaventuranzas. Tratar de vivirlas, es tomar poco
a poco la forma de Dios y la forma del servidor, es llegar a ser otro rostro del
Hijo en quien el Padre puso toda su complacencia.
PERMANECED EN MI AMOR
“Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón”. Adquirir
la dulzura y la humildad de Cristo: tal es nuestro objetivo. La dulzura y la
humildad nos conducen al corazón de Cristo en la Trinidad. Allí está la ciencia
divina que nos vino a enseñar. El monje olvida toda otra ciencia para adquirir
ésta. De este modo confía conseguir la sabiduría de su Maestro.
Hagas lo que hagas, no olvides que estás en la presencia de
Dios. Examina tus pensamientos, vela sobre tus acciones. Hay que pensar con Él,
marchar con Él, amar con Él. El monje es aquel que jamás está sin Dios. Su corazón
está habitado por el nombre de Jesús y busca realizar el mandamiento: “Permaneced
en mi amor”.
Todo lo que se hace sin amor, no sirve para nada. Puedes ayunar,
velar, vestirte de harapos, pero si no tienes el amor de Dios en ti, eso no
sirve para nada. Así no recibirás la herencia
y no llegarás a ser hijo de Dios. Si no has dejado el mundo y sus
poderes por amor de Dios, has dejado todo, pero no has encontrado nada. ¿Para
qué? Es necesario, por empezar, entregar tu corazón, olvidarte de ti mismo y
entonces, habrás recibido el Espíritu Santo.
Es fácil renunciar al mundo exterior, pero renunciar al
mundo interior, he aquí una obra difícil. Sería imposible no aceptar más
pensamientos ni preocupaciones mundanas sin la asistencia del Espíritu Santo que transforma el corazón del monje y lo
hace puro y libre para Dios.
EN LA FE
Todos los trabajos de la vida monástica no tienen otro fin
que divinizarnos.
¿Cómo adquirir la humildad y el amor de Cristo?. Este es el
problema que deberá resolver, a lo largo de su vida, el joven que entre con
nosotros. Lo que nos diviniza, ante todo, es la fe, la esperanza y la caridad.
La fe cura nuestra inteligencia; ella le revela al ser que
buscaba en las cosas fragmentadas. La fe, es la visión del Creador y así nos
vemos libres de la fascinación de las criaturas. La fe nos enseña a pensar como Dios, a ver
todo bajo su luz. Ella, verdaderamente, diviniza nuestra inteligencia.
“El que cree tiene vida eterna”, dice el Señor. El que cree
en el amor de Dios, ¿cómo no va a cambiar su visión del mundo y de sí mismo?. En
la fe, todo se le aparece transfigurado, todo es signo de su presencia, tanto
en los acontecimientos dolorosos, como en los agradables. Sólo en la fe puede
percibirse el sentido profundo, el designio de Dios que a través dela prueba,
nos diviniza.
La fe nos prepara a la dichosa visión de Dios, pero ya desde
aquí abajo, nos abre el cielo y en ella podemos alabar al Padre, al Hijo y al
Espíritu Santo y confesar a Jesucristo, verdadero Dios, y verdadero hombre.
“Recuerda a Jesucristo resucitado”. El monje no se acuerda
ni de su familia, ni del mundo ni de su pasado. No recuerda más que a su Señor.
Él estaba muerto y ahora está resucitado. El monje no busca llegar a un equilibrio
psicosomático, según la sabiduría humana. Tampoco aprende a enfrentar la muerte
como Sócrates y los filósofos. No, él
quiere participar de la vida de aquel que venció a la muerte. Quiere compartir
la vida del Resucitado. El monje quiere ser un resucitado con Cristo y no es
sino el Espíritu Santo que le puede dar parte en esta vida. Por eso, suplica al
Padre, sin cesar, que le conceda y conceda a todos los hombres lo que les
prometió.
REENCONTRAR LA UNIDAD
El monje no busca especializarse en nada, pues en el
monasterio tendrá que cambiar frecuentemente de oficio. Su obra es la oración
continua. Lo que hace, debe “salarlo”
con la oración y todo se le transformará en camino hacia el Padre, ya
sea el servicio en el refectorio, como la lectura en su celda.
El monje busca en todo la unidad, con los otros y en sí
mismo. Su corazón, su alma, su espíritu, sus impulsos, todo debe ser
reunificado en el amor de Dios. El que cumple el mandamiento: “Amarás al Señor
con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas”, está curando
sus divisiones internas y encuentra la unidad a imagen de Dios uno. Puede,
entonces, llegar a ser un artífice de la paz y predicar a los otros el deseo
del Señor: “Que todos sean uno”.
Nosotros somos una multitud de personajes, llevamos sobre
nuestro rostro una cantidad de máscaras. La vida monástica, en cambio,
simplifica y si no nos hace más simples, habría que huir de ella, porque
entonces no estaríamos consagrados a la búsqueda de lo único necesario. Nuestro
ser no estaría unificado ni simplificado por Él.
Cuando hay en ti otros deseos que no son ni el de Dios ni el
de seguirle según su voluntad, pierdes la paz.
La vida monástica nos libra de los deseos: “Sin deseos sobre la tierra”
alcanzaremos la bienaventurada “hesiquía”.
A los Evangelios y a
los Padres de la Iglesia, se los conoce demasiado intelectualmente; no es
posible entenderlos sino por la vida y
por la experiencia. Debemos vivir lo que han vivido los Apóstoles y los Padres.
Es necesario estar llenos del Espíritu Santo como ellos, para comprender algo
del cristianismo. La experiencia cristiana es el seguimiento de Cristo, vivir
su muerte y su resurrección en nuestra propia carne.
La humildad y la gloria de Cristo es el mismo misterio y
constituye toda la vida del monje. Por la humildad adquirir el Espíritu Santo;
por la cruz, entrar en la resurrección. Esto es seguir a Cristo.
LA VERDADERA ESPERANZA
El monje debe cuidarse de no retornar a Egipto y ser como el
perro del que habla San Pedro: apenas lavado vuelve a su vómito.
Cuando el Señor purifica nuestra memoria para no recordar
más nuestra vida pasada, ni a nuestros padres, ni a nuestros amigos, nos
concede una gran gracia. Desde la mujer de Lot, hasta esta palabra del
Evangelio: “Maldito aquel que se vuelve atrás”, Dios nos muestra que Él va
delante de nosotros. Solamente hay que recordar nuestro pecado y su
misericordia, es decir, su cruz y su resurrección. ¡Cuántos monjes, después de
muchos años de vida monástica, se deleitan todavía con los recuerdos de sus
años jóvenes!.
Que Dios purifique nuestra memoria a fin de que estemos
vueltos enteramente a Él y conozcamos la verdadera esperanza. Ella no busca
apoyo ni en los conocimientos del hombre, ni en sus amistades; la verdadera
esperanza no cuenta sino con la misericordia de Dios y, tú lo sabes, es sólo
por la misericordia de Dios que seremos salvos.
LA IGLESIA, LUGAR DE AMOR Y DE FE
No hay vida monástica fuera de la Iglesia. La Iglesia es el
lugar de la divinización del hombre. Si tú quieres ser uno con Dios, no vayas a
otra parte. El zen, el yoga y todas esas cosas no hacen más que fortalecer en tí,
el hombre viejo pero no pueden hacer nacer el hombre nuevo. Hoy, se considera
mucho el equilibrio psíquico como norma de santidad. La gracia no contradice la
naturaleza, es cierto, pero yo conozco hombres cuyo equilibrio psíquico era
dudoso y tenían un verdadero deseo de Dios y un auténtico amor al prójimo.
La Iglesia no es una Iglesia de perfectos, sino de hombres
que atienden a su salvación, no con sus propios esfuerzos o con sus técnicas
milagrosas, sino con la misericordia de Otro.
El amor de Dios es el que nos salva y nos deifica. La Iglesia
es el lugar en que este amor se nos comunica. ¿Por qué buscarlo en otra parte?.
Pero los orgullosos no aman a la Iglesia. Hay que ser humilde, hay que ser un niño para
aceptar que Dios pase por los sacramentos, por estos pobres signos sensibles, y
por los hombres, estos pobres hombres que no están, generalmente, a la altura
de los misterios que celebran ni de la palabra que anuncian.
La Iglesia, es la carne de Jesucristo, y los orgullosos
rechazan siempre a la Encarnación. Sólo el ladrón reconoció en este hombre
crucificado a su lado, al Señor de la gloria.
Hay que contemplar a la Iglesia con los ojos de la fe para
discernir en ella la comunicación del Espíritu Santo y del Reino futuro. Si el
monje no tuviera los ojos de la fe, sería como un ateo que no ve en ella sino
pompas inútiles, hipocresía y escándalo.
La Iglesia es también la Iglesia de los santos. Los frescos, el iconostasio, están allí para recordarnos su presencia. La Iglesia del cielo y la Iglesia de la tierra no están separadas. No hay más que una Iglesia. Cuando el monje ve su mediocridad y su impotencia, entonces se vuelve hacia los santos y, con su ayuda, no desespera.
Film documental Un día en la vida de un monasterio de monjes en Abjasia:
Notas:
Título original "Paroles du Mont Athos". Les editions du Cerf, París, Francia.
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