San Silouan del Monte Athos, y su hijo espiritual, Sophrony. |
La secuencia de la Revelación expuesta en la Sagrada
Escritura coincide en gran medida con nuestro progreso espiritual. Nuestro
crecimiento es semejante al de nuestros antepasados y padres. Al comienzo, los
hombres poseen intuitivamente una noción del Ser supremo. A continuación, el espíritu
del hombre va conociendo nuevos y nuevos atributos de Dios; y de este modo
llega la hora suprema de Sinaí, Yo soy, el
momento de la zarza ardiente (cf. Ex 3,14). En los siglos siguientes la
experiencia espiritual y la comprensión del misterio se profundizan, pero no
alcanzan la perfección que llega con Aquél que era esperado.
Aquél que en su Esencia trasciende cualquier nombre se
revela a la criatura racional, creada “a su imagen”, a través de muchos
nombres: Eterno, Omnisciente, Omnipotente; Luz, Vida, Belleza, Sabiduría,
Bondad, Verdad, Amor; Justo, Salvador, Santo, Santificador, etc. En cada uno y
mediante cada uno de ellos, experimentamos la proximidad y la llegada a
nosotros de un solo y único Dios. En razón de su indivisibilidad, lo recibimos
entero. Es correcto pensar así, pero a la vez ninguno de estos nombres agota lo
que Él es. En su esencia, su Ser trasciende todo nombre y, no obstante, Él
continúa revelándose en los hombres.
Hace veinte siglos – según nuestro cómputo- llegó Aquél a quien esperaban los pueblos, el Logos del
Padre. Supracósmico en su Esencia, el Creador de nuestra naturaleza tomó
“condición de siervo haciéndose semejante a los hombres” (Flp 2,7). El que es
sin comienzo, Palabra del Padre, “se hizo carne y puso su morada entre
nosotros” (Jn 1, 14). El Eterno se manifestó en el tiempo. La Revelación nos
trajo un Nombre nuevo: Jesús, Salvador, o Dios-Salvador. Una gran Luz entró en
la vida del mundo. Empezó una nueva era. Santa fue la historia desde Adán hasta
Moisés; santa fue la teofanía de Dios en el Sinaí; más santo aún fue el momento
de la llegada de Cristo.
La idea de un Dios Salvador ya existía antes, pero con otro
contenido, en otras dimensiones, con una concreción incompatiblemente menor.
“El pueblo postrado en tinieblas ha visto una intensa luz; a los postrados en
tierra de sombras de muerte les ha amanecido una luz” (Mt 4, 16).
El nombre de Jesús nos revela ante todo el sentido y el fin
de la llegada de Dios en la carne “para nuestra salvación”. El hecho de que
Dios asuma nuestra naturaleza creada muestra que nosotros también podemos
llegar a ser hijos de Dios. Nuestra adopción filial nos permite unirnos a la
forma divina del Ser: “En Él reside toda la Plenitud de la Divinidad
corporalmente” (Col 2, 9). Después de la Ascensión, Él se sentó a la derecha
del Padre, pero permaneciendo como Hijo del hombre. Veamos cómo lo dice Él
mismo: “Yo les he dado la gloria que tú me diste, para que sean uno como
nosotros somos uno: yo en ellos y tú en mí, para que sean perfectamente uno, y
el mundo conozca que tú me has enviado y yo les he amado a ellos como tú me has
amado a mí. Padre, quiero que donde yo esté estén también conmigo los que tú me
has dado, para que contemplen mi gloria, la que
me has dado, porque me has amado antes de la creación del mundo…Yo les
he dado a conocer tu Nombre y se lo seguiré dando a conocer, para que el amor
con que tú me has amado esté en ellos y yo en ellos” (Jn 17, 22-26).
Nuestra inteligencia enmudece admirada ante este misterio:
el Creador se reviste de los creado; el Eterno e invisible acepta para sí la
forma temporal y transitoria del ser; el Espíritu que trasciende toda intelección se ha hecho
carne y nos ha dado la posibilidad de tocarle con nuestra manos y de verle con
nuestros ojos corporales; impasible se ha entregado a los sufrimientos. La vida
sin comienzo se ha unido a la muerte.
El pensamiento filosófico, confrontado consigo mismo, no
puede aceptar la predicación evangélica. Es una locura para él. El Absoluto de
los filósofos, que vive en las creaciones de su mente, no da permiso para que
Dios se abaje hasta la forma de esclavo (cf Flp 2, 7). El Absoluto, tal como
ellos se lo representan, es en realidad el no-ser en sentido pleno. Antes de la
llegada de Cristo hubo espíritus que construyeron seductoras teorías sobre un
Absoluto abstracto. Si en nuestros días tales tendencias vuelven a aparecer,
esto no debe extrañarnos, pero desgraciadamente son muchos los que caen en esta
aberración espiritual. Ellos no han escuchado el himno grandioso que cantó San
Pablo: “Dice la Escritura: ‘Destruiré la sabiduría de los sabios, e
inutilizaré la inteligencia de los
inteligentes’…porque…quiso Dios salvar a los creyentes mediante la necedad de
la predicación. Así, mientras los judíos piden señales y los griegos buscan sabiduría, nosotros predicamos a un
Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los gentiles; mas
para los llamados, lo mismo judíos que griegos, un Cristo fuerza de Dios y
sabiduría de Dios. Pues la necedad divina es más sabia que la sabiduría de los
hombres, y la debilidad divina es más fuerte que la fuerza de los hombres (1
Cor 1, 19-25). “La Palabra se hizo carne, y puso su morada entre nosotros” (Jn
1, 14). Nosotros no alcanzamos a saber cómo es esto posible, pero no excluimos
que Aquél que creó nuestra naturaleza pueda asumirla en su hipóstasis. Él no asumió una nueva hipóstasis, la humana; Él, permaneciendo en su eterna Hipóstasis
divina, unió la Naturaleza divina con la naturaleza creada. Él nos manifestó en
su carne la perfección del Padre y mostró con una excepcional fuerza la
compatibilidad entre Dios y el hombre.
Cristo nos ha dado el conocimiento de la Santa Trinidad: del
Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Moisés entendió, bajo Nombre de Yahvé –Yo
soy-, una sola Perona. El Verbo y el Espíritu Santo eran, para él, energías de
Uno que Es. A nosotros se nos ha revelado que el Logos y el Espíritu son
hipóstasis iguales al Padre: Uno en su Esencia, Dios es diverso en sus
hipóstasis. Imagen de este Dios, en la naturaleza humana es una en una multiplicidad
de hipóstasis.
El Nombre Yo Soy,
en razón de la Unidad en Dios, se apropia a toda la Trinidad y a las tres
Personas en particular. Como en muchos otros nombres divinos, este Nombre puede
y debe ser entendido sea como un Nombre común (toda la Santa Trinidad) sea como
nombre propio (de cada una de las tres Personas). Así mismo, el nombre “Señor”
se puede aplicar a las tres Personas en su conjunto y , al mismo tiempo, sirve
como nombre propio para cada una de ellas. Lo mismo puede decirse del Nombre
Jesús, es decir, “Dios-Salvador”. Pero de hecho utilizamos el nombre Jesús exclusivamente como nombre propio
de Cristo, segunda Persona de la Santa Trinidad.
En la antigüedad el conocimiento de Dios se daba al espíritu
humano a través de los Nombres que revelaban las principales propiedades de
Dios, sus atributos: poder, omnipresencia, omnisciencia, gloria y otros. A
Moisés le fue dado el Nombre de Yahvé como Nombre propio de Dios.
A través de la Encarnación del Logos del Padre nosotros
establecemos un contacto con Dios de tal calidad y con tanta plenitud que no
esperamos otra nueva revelación que complete la que ya hemos recibido. Lo único
en lo que debemos esforzarnos es en cumplir los mandamientos a fin de asimilar
este don en sus dimensiones verdaderas: Él ha vivido entre nosotros, en las
condiciones de nuestra caída; Él ha hablado en nuestra lengua; se ha abajado
hasta el punto de dejarse tocar por nuestras manos; bajo forma visible nos ha
manifestado en plenitud al Padre invisible; Él nos ha revelado todo lo que
concierne a la relación entre Dios y el hombre. La salvación que nos ha
aportado tiene un carácter extraordinariamente concreto. Empezó su predicación
con una invitación: “convertíos, porque el Reino de los cielos está cerca”(Mateo
4, 17). En esta exhortación vemos cómo se prolonga la conversación de Dios con
Adán en el Paraíso (cf. Gn 3, 8ss).
Grande es el Nombre Yo
soy; grande es el Nombre de la Santa Trinidad; grande es también el Nombre
de Jesús. Mucho se puede decir sobre este Nombre, mucho, pero no podría
agotarse su contenido. Este Nombre pertenece a Aquél a quien todo lo que existe
debe su ser: “Todo se hizo por Él y sin Él no se hizo nada de cuanto existe. En
él estaba la vida y la vida era la luz de los hombres” (Jn 1, 3-4). Él era “en el
principio”, es decir, es el principio de todo el universo. En la vida
intratrinitaria, Él está vuelto hacia el Padre; en el acto de la creación, el
Verbo mismo está vuelto hacia aquéllos que han sido creados a su imagen.
El Nombre de Jesús, como portador del conocimiento y como
energía de Dios, está en relación con el mundo; además, en cuanto Nombre
propio, está ontológicamente vinculado a la hipóstasis que nombra. Este Nombre
es, pues, una realidad espiritual. Su sonido puede identificarse con el
nombrado, pero no necesariamente. Su dimensión fonética ha sido otorgada a
muchos mortales, pero cuando oramos damos a este Nombre otro contenido y lo
proferimos con otra actitud espiritual. Es un puente entre nosotros y la
persona del Señor, es un canal por el que recibimos la fuerza divina.
Procedente del Dios Santo, es él mismo santo y nos santifica a través de su
invocación. Con este Nombre y gracias a él, la oración recibe una cierta
tangibilidad: este Nombre nos une a Dios. En este Nombre, en Cristo, Dios está
presente como en un receptáculo, como en un vaso precioso lleno de perfume. A
través de él, el Trascendente llega a ser inmanente de una manera perceptible.
Siendo energía divina, procede de la Esencia divina y es en sí misma divina.
Cuando oramos siendo conscientes de lo que decimos nuestra
oración se convierte en un acto temible y al mismo tiempo triunfal. En el
Antiguo Testamento se dio el mandamiento de no pronunciar el Nombre de Dios en
vano; pero a nosotros Dios nos ha dado el mandamiento, acompañado de una
promesa, de “pedir al Padre en su Nombre”. Después de la venida de Cristo,
todos los Nombres divinos se nos abren en su significación más profunda.
Deberíamos también temblar –como sucede a muchos ascetas con los que tuve
ocasión de vivir- al pronunciar el santo Nombre de Jesús. Es atrevido por mi
parte afirmar que yo mismo he podido ser un testimonio viviente de que,
invocando este Nombre adecuadamente, todo nuestro ser se llena de la presencia
del Dios eterno; su invocación transporta nuestra mente a otras esferas; nos
dota de una peculiar energía de una nueva vida. La Luz divina, de la que no es
fácil hablar, se hace presente con este Nombre.
Nosotros sabemos que no sólo el Nombre de Jesús, sino todos
los otros Nombres que nos han sido revelados de los Alto nos vinculan ontológicamente
con Dios. Lo sabemos por la experiencia de nuestra Iglesia. Todos los
sacramentos de la Iglesia se realizan bajo la invocación de los Nombres
divinos; y especialmente de la Santa Trinidad: el Padre, el Hijo y el Espíritu
Santo. Todo nuestro culto se fundamenta en la invocación de los Nombres de
Dios. Nosotros no atribuímos un poder mágico a las palabras en cuanto fenómenos
sonoros, sino que las pronunciamos en cuanto confesiones de fe verdadera, en
actitud de temor de Dios, de reverencia y amor; en verdad tenemos a Dios
juntamente con sus Nombres.
De generación en generación los sacerdotes han conservado el
conocimiento de la fuerza de los Nombres de Dios y han celebrado los
sacramentos con una profunda sensación de la presencia del Dios vivo. A ellos
les fue revelado el santo misterio que se realiza en la Divina Liturgia. Ellos
no dudaron de que el Cuerpo y la Sangre de Cristo están delante de nosotros en
su auténtica realidad: sobre el pan y el vino se han invocado el Nombre de
Aquél cuya Palabra, una vez pronunciada, se convierte en “hecho”. “Dijo Dios: ‘Haya
Luz’, y hubo luz” (Gn 1,3).
El olvido del carácter ontológico de los Nombres divinos, la
ausencia de experiencia de ellos en la oración y en la celebración de los
sacramentos ha vaciado la vida de muchos creyentes. Para ellos, la oración e
incluso los mismos sacramentos pierden su realidad eterna. El Acto divino de la
Liturgia decae entonces en una simple conmemoración psicológica e intelectual.
Muchos llegan al extremo de considerar la oración como una pura pérdida de
tiempo, sobre todo cuando la oración por una necesidad terrena no ha sido
escuchada… ¿No es la unión con Dios el milagro de los milagros de nuestro ser?
Esta es aquella “parte bendita” que la muerte no nos arrebatará (cf. Lc 10,
42). El hecho de la resurrección, he aquí lo que constituye el centro y el
sentido último de nuestra venida al mundo. El amor a Cristo, que llena todo
nuestro ser, cambia radicalmente nuestra vida. Por la Encarnación Él ha unido
en sí mismo a Dios con el hombre y nos ha permitido acceder al Padre. ¿Podemos desear
algo mayor?.
Los que aman a Dios y a su Nombre se deleitan con la lectura
del Evangelio y en general de la Sagrada Escritura. Los Nombres divinos, la Luz
y el sentido que de allí proceden, les atraen con tanta fuerza que ninguna otra
realidad puede seducirles. Con qué gran inspiración divina dice el Apóstol
Pedro: “Porque no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que
nosotros debamos salvarnos” (Hch 4, 12), o “No tengo plata ni oro; pero lo que
tengo, te doy: en nombre de Jesucristo Nazareno, ponte a andar” (Hch 3, 6). En
otra ocasión, los apóstoles elevaron su voz a Dios y dijeron: “Señor, tú que
hiciste el cielo y la tierra, el mar y todo lo que hay en ellos…, ten en cuenta
sus amenazas (los reyes y los poderosos de este mundo: los Herodes, los
Pilatos, así como los paganos y el pueblo judío) y concede a tus siervos que
puedan predicar tu Palabra con toda valentía, extendiendo tu mano para que
realicen curaciones, señales y prodigios por el nombre de tu santo Hijo Jesús.
Acabada su oración, se estremeció el lugar donde estaban reunidos, y todos
quedaron llenos del Espíritu Santo y predicaban la palabra de Dos con valentía…,
y una gran gracia estaba en ellos” (Hch 4, 24-33).
Así, toda la Sagrada Escritura, desde el comienzo hasta el
final, es un testimonio sobre Dios a través de los Nombres. Nuestro espíritu se
llena de gozo con las palabras sagradas y el alma agradece a Dios el habernos
dado ese don inestimable.
El conocimiento de Dios se desarrolla en el hombre
lentamente. Pasan los años, uno tras otro, antes de que se despliegue ante
nosotros el magnífico cuadro del Ser: la Creación del mundo con todos sus fenómenos y fuerzas cósmicas, y la
del hombre cuando “el Señor insufló en sus narices aliento de vida” (Gn 2, 7).
El hombre es el principio que establece el vínculo entre Dios y el resto de la
creación, porque en él se realiza el encuentro entre las energías cósmicas
creadas (1) con el Increado. A toda energía que procede de Dios, de la Esencia
divina, los teólogos la llaman “divina”. La esencia es incomunicable al hombre,
pero la vida divina le es comunicada por el poder de la acción divina. El acto
de la divinización se realiza por la gracia increada. En el Nuevo Testamento la
revelación del Tabor constituye el ejemplo más significativo de la
manifestación de la energía divina. Procediendo de la nube luminosa que les
cubrió, los discípulos escucharon la voz del Padre: “Este es mi Hijo amado” (Mt
17, 5). La luz y la voz, inexplicables las dos, eran “divinas”.
Nos es indispensable a cada uno de nosotros distinguir la
procedencia de las energías divinas. La incapacidad de discernimiento entorpece
nuestro crecimiento espiritual.
Conviene advertir que en la oración de Jesús no nos
encontramos ante algo automático o mágico. En efecto, si no nos esforzamos en
observar sus mandamientos, la oración del Nombre se hará en vano. Él mismo ha
dicho: “Muchos me dirán aquel día: ‘Señor, Señor, ¿no profetizamos en tu nombre,
y en tu nombre expulsamos demonios, y en tu nombre hicimos muchos milagros?’.
Pero yo les responderé: ‘No os conozco de nada. ¡Apartaos de mí, malvados’!”
(Mt 7, 22-23). Es esencial que nos parezcamos a Moisés, que soportó
pacientemente grandes dificultades, como si estuviera viendo al Dios Invisible
(cf. Heb 11, 27); y que invoquemos a Dios conociendo el vínculo ontológico que
existe entre el Nombre y el Nombrado, la Persona de Cristo. El amor hacia él
crecerá y se perfeccionará a medida que aumente y se profundice en nosotros el
conocimiento de todo lo relativo a la vida del Dios amado. Cuando en el plano
humano queremos a alguien, mencionamos con gusto su nombre y no nos cansamos de
repetirlo. Esto es incomparablemente más verdadero cuando evocamos el Nombre
del Señor.
Cuando una persona a la que nosotros amamos se nos abre cada
día y nos muestra sus dones, aumenta su valor a nuestros ojos y nos alegramos
al descubrir en ella nuevos rasgos. Así sucede con el Nombre de Jesucristo. En
él descubrimos con avidez nuevos misterios de los caminos de Dios, y nos
convertimos en portadores de la realidad que se concentra en su Nombre. Gracias
a este conocimiento vivo que brota de la propia experiencia de nuestra vida,
entramos en comunión con la Eternidad: “Ésta es la vida eterna; que te conozcan
a ti, el único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo” (Jn 17, 3).
Señor Jesucristo, Hijo
de Dios, ten piedad de nosotros y de tu mundo.
El Nombre de Jesús fue dado por revelación de lo Alto.
Procede de la esfera divina eterna y de ningún modo aparece como un producto de
la inteligencia terrena, por más que se exprese en una palabra humana. La Revelación
es un acto de la Energía divina, y en cuanto tal, pertenece a otro plano y trasciende
las energías cósmicas (2). El nombre de Jesús, en su gloria celeste, es metacósmico.
Cuando pronunciamos el Nombre de Cristo, pidiéndole que esté en comunicación
con nosotros, Él, que lo llena todo, nos atiende y nosotros entramos en un
contacto vivo con Él.
En cuanto Logos del Padre, permanece con él en unidad
indivisible; así, Dios Padre entra en relación con nosotros a través de su
Verbo. Cristo es el Hijo unigénito coeterno al Padre; por esta razón dice: “Nadie
va al Padre sino por mí” (Jn 14, 6). Jesús significa: Dios-Salvador. En realidad,
este Nombre puede ser atribuido tanto a la Santa Trinidad como a cada una de
sus hipóstasis por separado. Pero en nuestra oración, el Nombre de Jesús se
utiliza exclusivamente para designar el nombre propio de Dios-Hombre; así es
como nuestro entendimiento se dirige a él. Dice el apóstol Pablo: “En Él reside
toda la Plenitud de la Divinidad corporalmente” (Col 2, 9). En Él no sólo está
Dios, sino también todo el género humano. Cuando oramos en Nombre de Jesucristo
nos colocamos en la plenitud absoluta del Ser-Primero increado y en la plenitud
del Ser creado. Para entrar en esta plenitud del Ser, debemos acogerle a Él de
tal modo que su vida se convierta en la nuestra por medio de la invocación de
su Nombre y de acuerdo con sus mandamientos.
Señor Jesucristo, Hijo
de Dios, ten piedad de mí, pecador.
“Aquél que se une al Señor, se hace un solo espíritu con Él”
(1 Cor 6, 17).
Si me he demorado tanto en la comprensión dogmática de la
oración de Jesús, se debe a que en las últimas décadas me he encontrado
repetidas veces con visiones erróneas sobre la práctica de esta oración.
Resulta particularmente inaceptable la confusión del yoga, con el budismo e
incluso con la “meditación trascendental”, amén de otras prácticas parecidas.
La diferencia radical entre el cristianismo y cada una de estas formas de
espiritualidad consiste en que, en la base de nuestra vida, se encuentra la
Revelación del Dios personal: Yo Soy. Todos
los otros caminos alejan al entendimiento del hombre de las relaciones
personales con Dios y lo conducen a un abstracto absoluto transpersonal, a un
ascetismo impersonal.
Quizá alguno de estos tipos de meditación, vaciando
nuestro pensamiento de toda imagen, puede darnos una sensación de serenidad, de
paz, una salida de los límites espacio-temporales, pero falta en ella la
actitud consciente de estar ante un Dios personal. No se da en ella una oración
real, rostro a Rostro. El que se aventura por estos caminos puede lograr la
autosatisfacción por las experiencias psíquicas a las que estas prácticas dan
lugar; sin embargo, lo que resulta mucho peor, puede hacer que la noción misma
del Dios vivo, del Absoluto Personal, le resulte definitivamente ajena. No son
raros los intentos insensatos de conseguir, en poco tiempo, una “consciencia
cósmica”, e incluso una experiencia del absoluto suprapersonal. De hecho, una
ascesis de esta índole se aparta del verdadero Dios, de Aquél que
verdaderamente Es.
La enseñanza evangélica no sólo habla de un Dios
personal, sino de una inmortalidad también personal de los que se salvan. Ésta
se alcanza mediante la victoria sobre las pasiones. Tarea elevada y grandiosa;
pero el Señor ha dicho: “Tened confianza, yo he vencido al mundo” (Jn 16, 33). Nosotros
sabemos, sin embargo, que esta victoria no ha sido fácil. De nuevo Cristo nos
dice: “Entrad por la puerta estrecha; porque ancha es la entrada y espacioso el
camino que lleva a la perdición y son muchos los que entran por ella; mas ¡qué
estrecha la entrada y qué angosto el camino que lleva a la Vida!; y pocos son
los que la encuentran. Guardaos de los falsos profetas” (Mt 7, 13, 15). ¿En qué
consiste la perdición? En que los hombres abandonan al Dios viviente que se ha
manifestado y se dirigen deliberadamente a la “nada”. A esa nada de la que han
sido llamados a salir con la promesa de tomar parte en la felicidad eterna,
bajo la forma de la adopción filial por parte de Dios, por la inhabitación en
ellos de la Santa Trinidad.
Para creer en Cristo es necesario tener la simplicidad de
la fe de un niño; “Si no cambiáis y no hacéis como los niños, no entraréis en
el Reino de los Cielos” (Mt 18, 3); o bien poseer la locura audaz de un Pablo,
quien decía: “Nosotros, necios por seguir a Cristo…nosotros, débiles…, hemos
venido a ser, hasta ahora, como la basura del
mundo y el deshecho de todos” (1 Cor 4, 10-13); y sin embargo: “Os ruego
que seáis mis imitadores, como yo lo soy de Cristo” (1 Cor 4, 16), “pues nadie
puede poner otro cimiento que el ya puesto, Jesucristo” (1 Cor 3, 11).
La experiencia cósmica en la conciencia cristiana se da
por la oración que se asemeja a la oración de Getsemaní, no en una
trascendencia filosófica. “Y les dijo: Así está escrito…, y se predicará en su
nombre la conversión para el perdón de los pecados a todas las naciones…Y
vosotros sois testigos de estas cosas. Mirad, yo voy a enviar sobre vosotros la
Promesa de mi Padre. Por vuestra parte, permaneced en la ciudad hasta que seáis
revestidos de poder desde lo alto” (Lc 24, 46-49).
Notas
(1) La actividad y la vida propias de lo creado
(2) Es decir, trasciende la capacidad y la actividad
propias del ámbito creado, porque pertenece a la vida y a la manifestación
(Energía divina) del Increado. El autor expresa continuamente su pensamiento
utilizando las categorías teológicas de Gregorio Palamas.
Extraído de “La Oración. Experiencia de la eternidad”. Archimandrita
Sophrony. Ed. Sigueme.
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