Translate to your language

jueves, 7 de abril de 2011

Comentario a la Oración de San Efrén, parte II



"Aleja de mí el espíritu de pereza y de abatimiento, de dominio y de palabras vanas".

Hay un camino. Tú eres el camino. Pero hay obstáculos en ese camino que definen nuestra fundamental condición de pecado, esa que Jesús recordó a los que querían lapidar a la mujer adúltera.
La "pereza" no es la clinofilia d'Oblomov, la de las mañanas de vacaciones sino que significa el olvido, del que los ascetas dicen que es el "gigante del pecado". El olvido es la incapacidad de sorprenderse, de maravillarse, de ver. El no-despertar, una especie de sonambulismo, tanto el de la agitación como el de la inercia, sin otro criterio que el de la utilidad, la rentabilidad, la relación calidad precio. Es el ruido interior y exterior, que para unos será la agenda demasiado llena en la que cada momento se engrana con el siguiente y para otros, la agenda demasiado vacía, la violencia y las drogas blandas o duras. Es el no comprender que el otro existe de manera tan interior como yo, no pararse por nada, ni ante la emoción de una música o de una rosa y no dar gracias por nada porque tengo derecho a todo. Ignorar que todo se enraíza en el misterio y que el misterio habita en mí. Olvidara Dios y a la creación de Dios. No saberse aceptar como una criatura que tiene un destino infinito. Olvidar la muerte  y el posible sentido más allá de esa muerte; es una neurosis espiritual que nada tiene que ver con la sexualidad -que se convierte en un medio para olvidar- sino con el rechazo a la "luz de la vida" que da sentido al otro, al mínimo grano de polvo, a mí mismo.

Este olvido, que llega a ser colectivo, abre los caminos del horror. Entonces decimos que Dios no existe, se acentúa nuestra neurosis y los ángeles perversos de la nada invaden el escenario de la historia. Señor y dueño de mi vida, despiértame.
Esa "pereza", esa anestesia del todo el ser, su insensibilidad, la cerrazón del corazón, la exasperación del sexo, del intelecto, conduce al "abatimiento", a lo que los ascetas denominan "acedia", al hastío de la vida y a la desesperanza. ¿Para qué hacer nada?. Se da entonces la fascinación del suicidio, la burla universal. Estoy de vuelta de todo, todo me da igual, heme aquí cínico o adormecido. Muy viejo y sin espíritu de infancia.
También se puede poner los pies en polvorosa y huir con el espíritu de "dominio" y de las "palabras vanas". Necesitamos esclavos y enemigos, los inventamos, podemos incluso sacralizarlos, como lo mostró René Girard. Dominar es sentirse dios, tener enemigos es hacerlos responsables de la propia angustia. Torturar a otro, porque siempre es el que tiene la culpa, violar su cuerpo y quizás violar también su alma, tenerlo a nuestra merced, al borde del aniquilamiento, pero sin permitirle escapar con la muerte, es hacer la experiencia de una especie de omnipotencia, casi divina. En él, me odio como ser mortal. Pisotéandole, pisoteo mi propia muerte. Hemos conocido a reyes-dioses y a tiranos  divinizados, en el ejercicio del poder se rodea de una aureola de sacralidad a la cual las naturalezas "feminoides", como las llamaba Proudhon, son particularmente sensibles.

Por eso los primeros cristianos, se negaban a decir al precio de su vida, que el César era Señor. Sólo Dios es Señor. Otros cristianos, en nuestro siglo, se han negado a adorar la raza o la clase y lo han pagado caro. Al recordar que hay que dar a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César, Cristo exorcizó la sacralidad del dominio. A través de los siglos, los cristianos no siempre lo han hecho; por ejemplo, santificaron un emperador que había matado a su hijo y a su mujer, porque creían que había puesto el domino al servicio de Dios. Tenemos la esperanza, realizada a veces, de que un poder se convierte en servicio. Ilusión costosa casi siempre.

¿Hasta qué punto está contaminada la misma Iglesia por el espíritu de dominio?.
En cuanto a las "palabras vanas", -la expresión es evangélica-, designan cualquier ejercicio del pensamiento y de la imaginación que se substrae del silencio, al asombro y a la angustia de ser, al misterio. Conciernen a cualquier aproximación al hombre que intenta explicarlo o reducirlo, ingnorando en él lo inexplicable y lo irreductible, y a toda  aproximación a la creación que desprecie sus ritmos y su belleza. Apropiación y no emoción. Fantasmas de un arte que ya no quiere ser nupcial.

Pertenecemos a una civilización de "palabras vanas", de imágenes vanas, en la que necesidades hipertrofiadas, piratean de deseo, en la que el dinero modela los sueños, en la que la publicidad se convierte en lo opuesto a la ascesis, que es la disminución voluntaria de las necesidades para compartir y dejar libre el deseo. Sin embargo, en espera de una palabra de vida, calibrando su peso de silencio y de muerte desenmascarada, hay una palabra de resurrección.

"Concédeme a mí tu siervo, espíritu de castidad, de humildad, de paciencia y de amor".

En cada petición, nos reconocemos "siervos", criaturas creadas de nuevo por un Soplo que asciende de lo más profundo de nosotros mismos. La oración no es una simple meditación; es encuentro, entrada en relación, "conversación", decían los antiguos monjes. Porque Dios nos habla a través de la Escritura, de los seres y de las cosas, de las situaciones de nuestra existencia y a través de su presencia con palabras de silencio, llenas de dulzura, toques de fuego en el corazón (y no palabrería inventada, impúdica e ilusoria). Sólo una oración así puede romper el círculo mágico de la filautía, del narcisismo metafísico, del espíritu de "dominio" y de suficiencia. Las "virtudes" que enumera la oración y que coexisten para unirse, se enraízan así en la fe. En ésta perspectiva, la "virtud" no es simplemente moral, sino que participa de la humanidad de Cristo, humanidad deificada donde las virtualidades de lo humano están plenamente realizadas por la unión con los nombres que reflejan. 

Castidad está lejos de designar sólo la continencia, como desearía una acepción moralizadora y encogida; más bien evoca integración e integridad. El hombre casto no vive dislocado, arrastrado como una paja por las olas de un eros impersonal. El monje para quien la castidad significa continencia (aunque no toda continencia sea casta), consume su eros en el ágape, en el encuentro del Dios Vivo, infinitamente personal, en la inagotable admiración -primero dolor luego asombro- hacia el Crucificado vencedor de la muerte. A partir de ese momento puede encontrarse con los demás con una atención desinteresada, anciano-niño, "bello anciano" atraído por la no-separación crística. 
La castidad para el hombre y la mujer que se aman con un amor noble y fiel es en Cristo unido a su Iglesia, en Dios que se desposa con la humanidad y con la tierra, a la luz de la uni-diversidad trinitaria, la transformación, -agápica también- de eros en un encuentro, en expresión de ternura y en recíproco descubrimiento. El niño, pequeño huésped desconocido, o el huésped inesperado o demasiado conocido, surgen siempre a tiempo para impedir que la pasión se encierre en ella misma en una parodia de absoluto.

Casta es una palabra, un pensamiento, una expresión que atraviesa, con toda franqueza y realismo la pureza fundamental, el respeto de los cuerpos, la unión de la vida en un misterio que la pacifica y unifica. La Biblia vomita el éxtasis impersonal de la prostitución sagrada;  en el "Cantar de los cantares" pone el acento en un encuentro deseado, perdido, encontrado, porque Dios es el "siempre buscado" decía Gregorio de Nisa, a partir de una humilde fidelidad, ya que Dios es el siempre fiel.

La "humildad" inscribe la fe en la existencia cotidiana. No poseo nada que no me haya sido dado. Precario, con frecuencia a punto de romperse, el hilo de mi existencia sólo se aguanta y se consolida gracias a la extraña voluntad de Otro. La humildad "es un don del mismo Dios y un don que procede de Él", dice San Juan Clímaco, "porque se dijo: aprended, no de un ángel ni de un hombre, sino de mí -de mí permaneciendo en vosotros, de iluminación y de mi actuación en vosotros- que soy manso y humilde de corazón, de pensamiento y de espíritu y vuestras almas encontrarán la paz en sus combates y el descanso de su pensamientos". Humilde es el publicano de la parábola que no pretende la virtud, él, el "colaborador" despreciado, y sólo cuenta con la misericordia de Dios; mientras que el fariseo, demasiado perfecto, seguro de él mismo, orgulloso de su virtud, no tiene sitio para él y para Dios en el mundo: él lo ocupa todo. El hombre humilde, al contrario, hace sitio, se abre a la gratuidad de la salvación, la acoge agradecido revistiendo su corazón con un vestido de fiesta.

Humildad -humus: no destrucción, sino fecundidad. La humildad es activa, labra la tierra, la prepara para que produzca el ciento por uno cuando haya pasado el Sembrador.

La humildad es una virtud que se ve en los demás, pero que es imposible de descubrir en uno mismo. Quien diga: soy humilde, será un pobre vanidoso. Se llega a ser humilde sin pretenderlo, por medio de la obediencia, el desprendimiento, el respeto del misterio en su gratuidad, la apertura, en definitiva, a la gracia.  Sobre todo, por el "temor de Dios", que no es el terror del esclavo ante un amo que castiga, sino el miedo inesperado a perder la vida en la ilusión, en la potencia del yo, en la ampulosidad de la nada de las "pasiones". El "temor de Dios" nos hace humildes, nos libra del temor del mundo -soy libre porque ya no tengo nada, dice un personaje del Primer Círculo de Soljenitsyn-, se transforma poco a poco en ese temor maravillado que proporciona todo gran amor. La humildad se expresa en la capacidad de atención a los demás, a las vetas de madera, al escorpión que encontramos en el peldaño de la escalera, incluso a esa nube efímera en un instante tan bello. La humildad permite la atención, la capacidad de "ver los secretos de la Gloria de Dios ocultos en los seres".


(continúa en próximo post)




Notas:
Extraído de "Unidos en la oración". Olivier Clément. Ed. Narcea.


3 comentarios:

Anónimo dijo...

Hola, me llamo Sergio.
Voy siguiendo este blog porque me interesa cultivarme y aprender sobre el cristianismo católico oriental.
A traves de la literatura monástica fui conociendo algo.
Desde que me acerqué como laico a un monasterio benedictino descubrí algunos santos y autores, pero desconozco de las prácticas esenciales.
Por eso voy a seguir el blog y veré de acercarme a la parroquia en Bs As.
Agradecido, les deseo paz y bien en el Nombre del Señor Jesús.
Afectuosamente,
Sergio.

Anónimo dijo...

Buenas tardes.

Escribo porque no he visto ninguna referencia al autor del comentario a la oración de San Efrén. Todo el texto es de Olivier Clément. Me gustaría que se reconociese más el legado de este cristiano al ser humano, su búsqueda de la verdad y su labor ecuménica.

Un saludo.

Nacho.

Hermana Raquel dijo...

Nacho, te agradezco que hayas entrado al blog.

Justamente por reconocer ese legado de este gran teólogo ortodoxo y su labor ecuménica es que he hecho una serie de tres publicaciones. Si te fijas bien, este es "parte II". Al comienzo, en la parte I, puse exactamente las referencias como hago en cada uno de todos las entradas de este blog, pongo al finalizar la publicación "Notas", con el número de todas las referencias: libros, revistas, o links de los sitios o blogs en la red donde aparecieron. o cualquier otra información que creo necesaria.

En el siguiente link puedes ver la "parte I", de estas serie de 3 publicaciones sobre el comentario a la Oración de San Efren:

http://teoforos-orientecristiano.blogspot.com/2011/03/oracion-san-efren-comentarios-por.html

Allí puse textualmente:

"En éste post y en los siguientes, quiero compartir con ustedes un interesante comentario del teólogo ortodoxo Olivier Clément, sobre ésta oración (2):"

Y luego abajo, al culminar este post, en las notas puse la referencia correspondiente, como lo hago siempre:

"Notas:
(2) Extraído de "Unidos en la oración". Olivier Clément. Ed. Narcea."

Justamente esta es una inquietud que tengo con respecto a la inmensa cantidad de páginas, blogs y redes sociales, que tienen la mala costumbre de no poner las citas, referencias, o notas, de todo el material que publican. Mi disgusto con esto es que al no hacerlo pareciera que se atribuyen esos escritos como propios.

Es una pena, que justo me hayas hecho esa observación sin haber leído antes la parte anterior, donde se encontraba toda la información. Más que nada porque yo también admiro mucho a Olivier Clément.

Disculpame si generó confusión. Te agradezco, ahora voy a poner también las referencias, en las partes II y III. Gracias. Saludos.