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sábado, 26 de octubre de 2013

La Oración de Jesús. Por el Archimandrita Sophrony - Parte I


Archimandrita Sophrony (Sakharov)
El Archimandrita Sophrony (Sakharov) nace en Moscú en 1896,
donde estudia Bellas Artes. A causa de la situación revolucionaria de su país,
huye al extranjero y se establece en París en el año 1922, dedicándose a la pintura.
Tras experimentar al Dios personal de la fe cristiana,
abandona el misticismo oriental de su primera juventud.
En 1925 llega al Monte Athos e ingresa como monje en el
monasterio ruso de Haghiou Panteleimonos (San Pantaleón).
En dicho cenobio conoce a Silouan, del que se convierte en discípulo.
Ordenado diácono en 1930 y sacerdote en 1941, regresa a Francia al finalizar la
Segunda Guerra Mundial y se dedica a transmitir el mensaje de su padre espiritual.
En 1959 se establece en Inglaterra y funda el monasterio de San Juan Bautista, en Essex.
Escribe su autobiografía espiritual, como así también la vida y
edita las obras de su maestro San Silouan el Athonita.
Muere el 11 de julio de 1993, a los 96 años de edad.


En nuestros días, la oración del nombre de Jesús ha encontrado una amplia difusión por todo el mundo. Muchos escritos han aparecido sobre ella que merecen un examen atento. Sin embargo, paralelamente, se han emitido también no pocas ideas absurdas sobre esta oración. Por esta razón he decidido redactar un corto tratado sobre el particular, con el fin de, por una parte, prevenir a los que la practican con fervor de no exponerse por caminos poco trillados y, por otra, fijar los fundamentos teológicos y ascéticos de esta extraordinaria cultura del espíritu.

La teoría de esta oración puede ser expuesta en pocas páginas, pero su aplicación práctica en la ascesis cristiana está unida a tantas dificultades que ya desde su comienzo los Padres y los doctores de la Iglesia aconsejaban a los que desean esta forma de unión con Dios acercarse a ella con temor, y buscar un guía de amplia experiencia en este esfuerzo ascético. No espero en modo alguno agotar este importantísimo tema, sino que me limitaré a exponer aquí algo de las enseñanzas que recibí durante mi estancia en la Santa Montaña, primero en el monasterio de San Pantaleón y luego en la soledad de “eremo”. Es imposible en esta exposición evitar repeticiones de lo que ya ha sido escrito por otros autores. Creo, sin embargo, que semejantes repeticiones  no sólo no resultarán excesivas, sino que incluso son necesarias para que el tema reciba una luz complementaria en otro contexto.
El Señor, en las últimas horas de su vida, nos dijo: “Hasta ahora nada habéis pedido al Padre en mi nombre. Pedid y recibiréis, para que vuestro gozo sea colmado…Yo os aseguro: lo que pidáis al Padre en mi nombre, os lo dará” (Jn 16, 24 y 23). Estas palabras muestran los fundamentos dogmáticos y ascéticos de la invocación del Nombre.

No hay duda alguna de que los discípulos de Cristo observaron este mandamiento. Con toda seguridad, los discípulos ya tenían experiencia de la fuerza de su Nombre cuando fueron enviados, como “ovejas entre lobos” (cf. Mt 10, 16), a traer la paz a los hombres, a curar sus enfermedades y a anunciar la llegada del Reino de Dios: “Regresaron los setenta y dos alegres, diciendo: Señor, hasta los demonios se nos someten en tu nombre” (Lc 10, 17). Y en otra ocasión: “Tomando Juan la palabra, dijo: Maestro, hemos visto a uno que expulsaba demonios en tu nombre” (Lc 9, 49).
Así pues, el recurso a la oración del Nombre de Jesús se remonta a tiempos apostólicos. No se nos ha conservado la formulación literal de estas palabras, pero todo el Nuevo Testamento atestigua que los discípulos realizaron extraordinarios milagros con la invocación del Nombre de Jesús.
Pero ¿qué entendemos por este Nombre divino?. ¿Es necesario para orar “en su Nombre” conocer el significado, las propiedades, la naturaleza de este “Nombre”?. Sí, es incluso indispensable para que “nuestro gozo sea colmado” (cf. Jn 15, 11 ).

Las profundidades de la vida en Cristo son insondables; para poder asimilarlas es necesario un largo proceso y una gran tensión de todas nuestras fuerzas. Y la comprensión del contenido y del sentido del Nombre de Dios sólo se adquiere gradualmente. Una sola invocación ocasional puede llenar nuestro corazón de alegría, y eso ya es inestimable, Pero no debemos quedarnos a medio camino. Nuestra vida aquí en la tierra es corta y conviene aprovechar cada una de sus horas para que nuestro conocimiento de Dios crezca. Cuando se aúnan la alegría del corazón y la luz del entendimiento, nos acercamos a la perfección.

Yo me encontré con esta grandiosa cultura de la oración en la Santa Montaña. Naturalmente, ansiaba saber cómo los Padres entendían este importante aspecto de la ascética cristiana. Llegué al Monte Athos en 1925. Pocos años antes se había originado una tempestuosa disputa acerca de la naturaleza del Nombre de Dios. En el ardor de la controversia, semejante a la polémica del siglo XIV sobre la naturaleza de la Luz del Tabor, se dieron en las dos partes contendientes conductas que desdecían de personas que habían confiado su alma en manos del Todopoderoso. Esta controversia presenta analogías con los debates seculares entre nominalismo y realismo, idealismo y racionalismo. Estos últimos se apaciguaron durante años para volver a renacer bajo otras formas. Nos hallamos ante dos disposiciones naturales distintas: por un lado, los profetas y poetas; y, por otro, los eruditos y tecnócratas. Pero no pretendo extenderme en la cara exterior de lo que sucedió entonces, sino que prefiero concentrar mi atención en lo esencial del problema, a fin de comprender el imperecedero conocimiento que viene de los Alto, y del que fueron juzgados dignos los santos ascetas, amantes de la oración.

La vida de cada uno de nosotros se encuentra estrechamente asociada a nuestra concepción del mundo, de nosotros mismos y de Dios. La oración en sus grados más elevados requiere el conocimiento más exacto posible del Ser divino. “Queridos, ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado plenamente lo que seremos. Sabemos por experiencia que, cuando se manifieste, seremos semejantes a Él, porque “lo veremos tal cual es (1 Jn 3.2). Y nosotros sabemos también, gracias a la experiencia milenaria de todo el género humano, que el intelecto natural, por sí mismo y en nuestro estado de pecado, no puede ir más allá de ciertas conjeturas en lo que se refiere al  conocimiento de Dios. De modo parecido a lo que sucede en la vida de cada uno de nosotros, Dios se revela gradualmente en la humanidad; tal como aparece en la Biblia, Él se ha manifestado “de una manera fragmentaria y de muchos modos” (Heb 1, 1) a los Padres y a los Profetas, con fuerza y profundidad crecientes. La primera mención de la invocación del Nombre de Dios es todavía bastante oscura: “También a Seth le nació un hijo, al que puso por nombre Enós. Este fue el primero en invocar el nombre de Yahvé” (Gen 4, 20). Después de esto, Dios se reveló a Abrahán, a Isaac y a Jacob extendiendo sin cesar el horizonte del Nombre: “Me aparecí a Abrahán, a Isaac y a Jacob como El-Sadday; pero no me di a conocer a ellos con mi nombre de Yahvé” (Ex 6, 3). Dios se nombra a sí mismo como Dios de Abráhan, de Isaac y de Jacob. A Moisés se le apareció en una zarza ardiendo y se le reveló como: “Yo soy el que soy” (Yahvé)”.  (Ex 3, 14). Esta revelación que Dios hizo de sí mismo la completó más tarde: “Descendió Yahvé en forma de nube y Moisés se puso allí junto a Él. Moisés invocó el nombre de Yahvé. Yahvé pasó por delante de él y exclamó: “Yahvé, Yahvé, Dios misericordioso y clemente, tardo a la cólera y rico en amor y fidelidad, que mantiene su  amor por mil generaciones, que perdona la iniquidad, la rebeldía y el pecado, pero no los deja impunes; que castiga la iniquidad de los padre en los hijos y en los hijos de los hijos hasta la tercera y cuarta generación” (Ex 34, 5-7).

Así Dios, al comienzo se reveló a Moisés como persona, como único y verdadero Ser, con atributos todavía desconocidos. Más tarde la Revelación manifiesta las propiedades de este Yo soy como Dios misericordioso y amigo del hombre. Pero esto todavía resultaba vago, y Moisés era consciente del carácter incompleto del conocimiento al que había llegado.

Los profetas tampoco consiguieron la plenitud que buscaban. Pero escuchemos las palabras de Isaías: “Así dice Yahvé, vuestro libertador,  el Santo de Israel: …Yo soy el Señor desde el principio y lo seré hasta el final para que me conocierais y creyerais y comprendierais que yo soy Dios. Antes de mí no fue formado ningún dios, y ninguno existirá después” (Is 43, 14M 41, 4; 43, 10). Este Dios, “el Primero y el Último”, se reveló como Absoluto personal y viviente; no como una “omni-totalidad” abstracta, ni como una “mónada” transpersonal o algo parecido. Es, pues, evidente que el espíritu de los Profetas de Israel estaba dirigido hacia el Ser primero, hacia Aquél que Es desde el comienzo. Es precisamente esta disposición la que caracteriza al hombre, imagen del Absoluto. El anhelo del hombre no se detiene en ningún estado o ser intermedio, sea el que sea. 

Según la narración bíblica, cada nueva revelación se aceptaba como una manifestación de Dios y como una intervención personal e inmediata. Así, el Nombre divino mismo era vivido como una Presencia de Dios. En el Nombre se contenían dos fuerzas: por una parte, la presencia del Dios viviente y, por otra, un conocimiento sobre Él. De ahí el temor a invocar el Nombre de Dios en vano (cf. Ex 20, 7). En la medida en que se enriquecía la revelación de los atributos divinos y de sus obras, el conocimiento de Dios en general se hacía más profundo. Pero a pesar del convencimiento de los israelitas de ser el pueblo elegido, de que el Altísimo, hasta  la aparición de Cristo, se revelaba personalmente a Israel, los Profetas no cesaron de gemir y de suplicar que Dios viniese a su tierra y trajera el conocimiento completo de sí mismo; conocimiento hacia el cual el espíritu del hombre aspira de modo insaciable.
Dios se revela como Providencia, como Liberador, Salvador y bajo otras formas, pero en el espíritu de los hombres todo estaba cubierto por un velo. En un momento trágico de su vida, Jacob regresó de su estancia con Labán al lugar de su nacimiento; allí vivía todavía Esaú, con quien Jacob temía encontrarse. De noche se quedó solo, apartado del campamento, y luchó con Dios. No habían sido fáciles para él los años pasados con Labán y ahora temía el encuentro con Esaú. Buscaba una bendición y una protección, pero en su encarnizada lucha se querelló contra Dios y le acusó (Gn 32, 24).

La misma lucha se encuentra en la vida de los profetas Elías y Jonás. Elías dijo al Señor: “¡Basta ya, Yahvé! ¡Toma mi vida, porque no soy mejor que mis padre!...Ardo en celo por Yahvé, Dios Sebaot, porque los hijos de Israel te han abandonado, han derribado tus altares, y han pasado a espada tus profetas; solamente quedo yo y buscan mi vida para quitármela” (1 Re 19, 4 y 10). En su queja, Jonás habla a Dios: “Señor, Tú me enviaste con insistencia a anunciar a los ninivitas que su ciudad sería destruída a causa de su impiedad e iniquidad; pero yo sabía que no lo harías porque bien sabía yo que Tu eres un Dios clemente y misericordioso, tardo en cólera y rico en amor, que se arrepiente del mal. Ahora, pues, Yahvé, puesto que mi profecía no se ha realizado y yo me avergüenzo, te suplico que me quites la vida, porque mejor me es la muerte que la vida” (Jon 4, 2-3). 

El caso de Job es aún más sorprendente: “¡Perezca el día en que nací, y la noche que dijo: Un varón ha sido concebido!... Lo manchen tinieblas y sombras…, la oscuridad de él se apodere, no se añada a los días del año… Y aquella noche hágase lúgubre, impenetrable a los clamores de alegría. Maldíganla los que maldicen el día..., la luz espere en vano y no vea los párpados del alba. Porque no me cerró las puertas del vientre donde estaba, ni ocultó a mis ojos el dolor. ¿Por qué no morí cuando salí del seno o no expiré al salir del vientre…? Pues ahora estaría acostado y tranquilo, en el gran reposo del no-ser… Allí acaba la agitación de los malvados… También están tranquilos los cautivos…, chicos y grandes son allí lo mismo en su condición de no-ser, y el esclavo es libre de su dueño. ¿Para qué dar a luz a un desdichado, la vida a los que tienen amargada el alma, a los que ansían la muerte que no llega,… y exultan cuando alcanzan la tumba, a un hombre cuyo camino está cerrado al conocimiento de Dios, y a quien Dios por todas partes cerca? (Job 3, 3ss).

En nuestros destinos particulares se encuentra algo del destino de los Profetas. Israel luchó con Dios; ¿quién de nosotros no ha tenido también conflictos con Él?. El mundo entero está sumido en la desesperación y no encuentra salida, abrumado por combates sin fin. Toda la tierra le hace responsable de sus sufrimientos. La vida no es algo simple y no es fácil penetrar en las profundidades del sentido del ser.

Don fortuito, don engañoso
vida, ¿para qué me has sido dada?
¿Por qué extraño destino,
a la muerte, estás condenada?.
¿Quién desde su poder y de su ira,
de la nada me ha sacado?
¿Quién de pasión mi alma ha llenado
y de duda mi espíritu ha agitado?.

Así, con profunda pena, escribe el poeta expresándose con palabras parecidas a las de Job.
Quedarse siempre abrumado por la oscuridad de la ignorancia es a la vez humillante y deprimente. Nuestro espíritu busca un diálogo inmediato con Él. ¿Quién me sacó del reposo del no-ser, y me arrojó a esta tragicomedia absurda e innoble?. Nosotros queremos saber quién tiene la culpa, ¿nosotros o Él, nuestro Creador?. Nosotros creemos que hemos llegado a este mundo sin quererlo e, incluso, contra nuestro parecer. ¿Quién de nosotros se acuerda de haber sido preguntado en algún momento, si quería nacer, habiendo anticipado obviamente lo que sería? ¿Tuvimos la posibilidad de rehusar este don? ¿Tenemos razón cuando acusamos a Dios de insensatez? (cf. Job 1, 22).

Y he aquí que yo escucho otra voz: “Yo soy la luz del mundo; el que me siga no caminará en la oscuridad, sino que tendrá la luz de la vida” (Jn 8, 12). “Si alguno tiene sed, venga a mí, y beba el que crea en mí, como dice la Escritura: De su seno correrán ríos de agua viva” (Jn 7, 37-38). ¿No deberíamos aceptar con fe la llamada de Cristo y luchar resueltamente por obtener el Reino del amor inmutable del Padre? ¿Y seguir el camino que Él, Cristo, nos ha mostrado? Si no nos ha sido dado crear algo “de la nada”, la idea misma de eternidad no puede reducirse a una creación de nuestra mente. Su presencia en el alma sería ontológicamente imposible sin la llamada de la misma eternidad. Si observamos con atención la realidad que nos rodea, advertiremos que a toda necesidad real le corresponde en el orden cósmico la posibilidad de satisfacerla; sólo hay que encontrar el camino. En la historia del progreso científico, muchas ideas que antes parecían audaces se realizan ante nuestros ojos como banales realidades cotidianas. ¿Por qué pues dudar de que mi sed de bendita inmortalidad y de unión con el Creador encontrará su realización?.

¡Cómo cambia radicalmente todo cuando el corazón se abre súbitamente a la llamada de Cristo! Cualquier instante de nuestra vida se convierte en algo precioso y adquiere un sentido profundo. Sufrimientos y alegrías se aúnan admirablemente en esta nueva ascesis. Ante nuestros ojos se alza una escala que llega hasta el cielo (cf. Gn 28, 12). “En adelante no te llamarás Jacob sino Israel; porque has sido fuerte contra Dios, y vencerás a los hombres” (Gn 32. 28-29), pero no preguntes mi nombre, pues es admirable y tú todavía no eres capaz de comprenderlo. Y sin embargo tú eres bendito. “El sol salió…pero él cojeaba del muslo” (Gn 32, 31): el camino hacia el conocimiento perfecto aún no había sido revelado, pero una anticipación había sido dada. Ésta se profundizará en la percepción de los Profetas, quienes proferirán palabras inflamadas sobre el acontecimiento futuro del Verbo: entonces la Luz perfecta, en la que no hay ninguna tiniebla, se nos aparecerá con toda su fuerza.

Estar en conflicto con Dios es un riesgo y puede llevar a la perdición, pero también puede fortalecernos para vencer al “hombre viejo”, deformado por el orgullo luciferino. Vencer con la humildad: “Y vencerás a los hombres”. ¿Cómo? Con la humildad. “Y dijo Jacob: ¡Oh, Dios de mi padre Abrahán, y dios de mi padre Isaac…, líbrame de la mano de mi hermano, de la mano de Esaú, porque lo temo, no sea que venga y nos ataque, a la madre junto con los hijos” (Gn 32, 10 y 12). “Jacob levantó los ojos y al ver que venía Esaú con cuatrocientos hombres…Jacob se les adelantó y se inclinó en tierra siete veces, hasta llegar donde su hermano. Esaú, a su vez, corrió a su encuentro, lo abrazó, se le echó al cuello, lo besó y ambos lloraron” (Gn 33, 1-4). Esaú estaba contrito, porque había odiado a Jacob a causa del engaño por el que le había robado la bendición de su padre, que le pertenecía a él. En Jacob-Israel se nos ha dado un ejemplo de humilde arrepentimiento. 

¿No será la crisis espiritual que se vive en todo el mundo la preparación de un nuevo gran renacimiento? Pues lo que se realiza en las almas particulares puede producirse también en muchos espíritus. Y esto puede llegar como una potente inundación; brillar como un rayo en medio de las tinieblas de la noche. La porción de historia que nos ha sido reservada puede y debe convertirse en un periodo que permita asimilar la profundidad del ser en todas sus dimensiones. A la luz de esta esperanza, nuestros mismos sufrimientos, si los pasamos por la oración, que alcanza los límites extremos de la tierra, contribuyen al despliegue majestuoso de este cuadro ante nuestros ojos: “El día al día comunica el mensaje, y la noche a la noche trasmite la noticia” (Sal 19,3). “Del límite del cielo, ella (la oración) se alza y su movimiento llega hasta el horizonte; y nada se interpone a su calor (de la oración)” (cf. Sal 19, 7). La oración nos conforta y nos alegra. Ella es el canal a través del cual recibimos la revelación de lo Alto.

Que el nombre del Señor nuestro Dios sea bendito ahora y siempre.





Notas:
Extraído de "La Oración. Experiencia de la Eternidad". Archimandrita Sophrony. Ed. Sigueme.