Por la palabra ícono -del griego eikón, que significa imagen- se entendía en el ámbito de la antigua Bizancio, toda representación de Cristo, la Virgen o los santos, fuesen esas imágenes pintadas o esculpidas. Pero en el lenguaje de la historia del arte, la expresión icono designa principalmente la imagen religiosa de la Iglesia oriental, griega y sobre todo rusa, imagen a menudo portátil, de género sacro, realizada sobre tabla de madera con una técnica peculiar y siguiendo una tradición transmitida a lo largo de los siglos.
La imagen sacra no es reductible a lo que pueda representar como objeto de interés artístico o como elemento decorativo para nuestras iglesias. Se trata de un tema que tiene relación con la filosofía, en cuanto que la imagen es esencialmente relativa a sus arquetipos, y en última instancia al ser, de cuya verdad y bondad es esplendor. Pero sobre todo tiene que ver con la teología, ya que es como un punto de encuentro de los grandes temas de la fe y condensa la quintaesencia del misterio cristológico escudriñado por los seis primeros concilios de la Iglesia. A este respecto afirma V. Lossky, un eminente teólogo ruso, que si el hombre es loguikós, es decir, racional, o mejor, "a imagen" del Logos, todo lo que concierne al destino del ser humano -la gracia, el pecado, la redencion por el Verbo hecho carne- deberá relacionarse igualmente con la teología de la imagen. Lo mismo se puede decir de la Iglesia, de los sacramentos, de la vida espiritual, de la santificación, de la esjatología. No hay rama alguna de la enseñanza teológica que se pueda aislar completamente del problema de la imagen, sin correr el riesgo de separarla del tronco vivo de la tradición cristiana.
A ésta razón más elevada -la razón teológica- del interés de un estudio sobre el ícono, podemos agregar otra de índole prevalentemente pastoral. En una civilización como la actual, que se ha dado en llamar "civilización de la imagen", en un mundo prácticamente sumerso en la imagen, en toda suerte de imágenes, violentas, eróticas, comerciales, imágenes impactantes y seductoras, se hace más necesario que nunca la presencia de la imagen pura, de la imagen santa, de la imagen que haciéndonos sensibles a la verdadera belleza, la de Dios y la de su creación, eleve nuestro corazón al conocimiento de los divinos misterios. Una imangen que no provenga de los bajos fondos de la subconciencia, fomentando deseos tortuosos, sino que descienda de lo alto y nos conduzca hacia lo alto.
Como sabemos el arte bizantino no se limita a la ciudad de Constantinopla, ni siquiera a los confines del imperio bizantino, pero es en Rusia donde el arte bizantino dejó su impronta más profunda y duradera.
Las iglesias rusas impresionan por la riqueza de su decoración: hay en ellas frescos y mosaicos sobre las paredes, y numerosos iconos, no sólo en el iconostasio, sino también en mesitas especiales, inclinadas a modo de atriles, que los acercan a la veneración y el beso de los fieles.
Desde su infancia, los cristianos orientales están habituados a los iconos y saben lo que cada uno de ellos significa, de ahí que cuando los ven, los reconocen inmediatamente. Al entrar en una iglesia, no hacen genuflexión, como en occidente, sino que se acercan directamente a los iconos allí expuestos, se inclinan con reverencia, se persignan una o tres veces, tocando en ocasiones el suelo con la mano derecha, y, después de una breve plegaria, besan primero la imagen de Cristo, luego la de su Madre, y eventualmente la de la fiesta o del período litúrgico correspondiente, que siempre está expuesta en el centro de la iglesia sobre un atril elevado. Junto a los iconos arde un grueso cirio o un candelabro con varias velas, que los fieles encienden como expresión de su invocación interior.
La veneración del icono se relaciona con el tiempo y con el espacio. Con el tiempo, ante todo, ya que se dirige de manera particular al icono de la fiesta que se celebra ocasionalmente en el culto. Cuando llega a su día es solemnemente llevado por el sacerdote a un sitio destacado de la iglesia, entre cantos e incienso, para permanecer allí, incluso después de la fiesta, aproximadamente por una semana. Las grandes iglesias poseen imágenes de todos los santos que se festejan a lo largo del año. El icono de la Resurrección es retirado sólo en la vigilia de la Ascención. Asimismo se veneran con predilección los iconos del lugar, es decir, los grandes iconos de Cristo, de la Virgen, y especialmente el que representa la advocación o el misterio titular de la iglesia, que están fijos en la fila inferior del iconostasio.
El icono forma parte integrante de la liturgia bizantina. Sin él quedaría trunca la proclamación del misterio conmemorado por la Iglesia mediante los textos litúrgicos leídos o cantados. No se trata de una simple adición, como si se sumara la imagen a la palabra, sino de una presencia enriquecedora de la palabra. De ahí la costumbre de multiplicar las incensaciones que recaen no sólo sobre los libros sagrados y los fieles presentes, sino también sobre los iconos, como para destacar la unidad de la Iglesia terrestre, concretada en los cristianos que allí se encuentran, y la Iglesia celestial, figurada en los diversos iconos.(1)
IMAGEN DE CULTO E IMAGEN DE DEVOCIÓN
En el ámbito oriental, el icono no es simplemente una imagen de tema religioso. Es una imagen sacra, cuyo lugar propio es el culto. A semejanza de la palabra, forma parte integrante de la liturgia. Por eso, luego que el artista termina de pintar su icono, un sacerdote debe consagrarlo. Este rito realiza una verdadera "desprofanización": la Iglesia lo retira del plano puramente artístico y lo ubica en el mundo de los "sacramentales", lo carga con una misión cultual. A nosotros los occidentales no nos sorprende encontrar en un anticuario un cuadro de tema religioso, pero nos chocaría ver allí un cáliz en pública subasta. Para un oriental el escándalo es el mismo: ya se trate de un vaso sacro o de un cuadro sacro, la profanación es semejante.
Quede pues, en claro, que a diferencia del cuadro de tema religioso, el icono es arte sagrado. Ya se lo utilice en el orden doméstico para la oración familiar, o en la iglesia para la liturgia, es siempre objeto de un verdadero culto, lo que lo diferencia sustancialmente de la simple imagen de piedad, que con frecuencia se usa tan sólo con fines de ornamentación. De ahí que los cristianos del Oriente consideran una profanación toda actitud que signifique falta de consideración por los iconos, por ejemplo, fumar delante de ellos. Exponerlos en un museo equivale simple y llanamente a una desacralización. Si no es venerado, el icono deja de ser tal.(2)
Nadie ha penetrado como Guardini en la diferencia que existe entre lo que él llama "imagen de culto" y la "imagen de devoción".
Por imágenes de culto entiende Guardini al Cristo de Monreale, la Maddona de la iglesia de Torcello, los Santos de San Apolinar, y todo lo a ellos semejante en mosaicos, vitraux, esculturas y pinturas. En cambio, imágenes de devoción al Cristo de Miguel Ángel, la Madonna de Tiziano, las figuras de Rafael, Rubens, y cuanto tiene algún parentesco con dichas imágenes.
La imagen de culto no procede de la experiencia interior del artista, sino del ser y el gobierno de Dios, que obra sobre el mundo a traves de sus palabras y de sus "gestas", y particularmente por el misterio de la encarnación del Verbo. De esta realidad y este gobierno salvador de Dios procede la imagen de culto, cual instrumento de la economía de salvación. La imagen de devoción, en cambio, brota de la vida interior del individuo, sea del artista o del que la encarga, sea del pueblo o de la época, con sus corrientes y tendencias propias. También este tipo de imágenes se refiere a Dios y a su gobierno, pero como procediendo de la piedad humana. Es decir, mientras que la imagen de culto parece venir de la trascendencia, la imagen de devoción surge de la inmanencia, de la interioridad.
Estamos acostumbrados a equiparar lo religioso con la interioridad; mientras así lo hagamos, nada podremos entender de la imagen de culto, porque ésta no tiene "interioridad", o mejor, interioridad humana, psicológica. Si se quiere seguir hablando de interioridad habría que atreverse a decir que en dicha imagen se hace perceptible la interioridad divina. Tampoco puede buscarse en la imagen de culto ningún tipo de "psicología", en el sentido habitual de la palabra.
En la imagen de culto, Dios se hace presente. Por cierto que el cristianismo, mirando una imagen de Cristo no dirá: "Esto es Cristo". Pero si se trata de una auténtica imagen de culto, y él es capaz de verla como corresponde, entonces tampoco dirá meramente: "Esto representa a Cristo". Lo que entiende es una tercera cosa, distinta de las otras dos. Frente a semejante postura, la sensibilidad de la Edad Moderna tiende a tacharla enseguida de "cosificación" de lo religioso, de magia, de primitivismo. En realidad ello significa no que el hombre moderno sea un hombre superior, sino simplemente que ha perdido un órgano, el único órgano que le permitiría captar esa cosa especial. Se le puede llamar el órgano para el misterio, o para lo litúrgico, o, dicho más en general, para el símbolo. De lo que se trata es de una forma propia de presencialización, que no se puede reducir a otras: la presencia mediante la imagen sagrada.
Podría decirse que en la imagen de culto priva lo divino, y en la imagen de devoción predomina lo humano. Esta última no intenta expresar tanto la realidad sagrada cuanto más bien la realidad experimentada. Lo que en ella habla es el hombre. Ciertamente el hombre creyente piadoso, pero siempre el hombre. Ante la imagen de culto uno no se pregunta; ¿Quién la hizo, cómo la realizó?. Con frecuencia esas imágenes son anónimas. La obra humana queda en un segundo plano. Lo que resalta es la presencia sagrada. En cambio, la imagen de devoción revela primordialmente la personalidad de un hombre determinado, el artista. El que hace una imagen de culto no es un "creador", si tomamos esta palabra tal como solemos emplearla, sino un servidor, alguien que obra con una finalidad bien determinada: hacer posible la presencia de lo sacro. En la imagen de devoción, el hombre tiene una iniciativa completamente distinta. No busca configurar un marco donde pueda ingresar la presencia, sino representar lo que imagine su fantasía.
La imagen de culto está en relación con el dogma, con el sacramento, con la realidad objetiva de la Iglesia. Por eso el que la lleva a cabo ha de someterse a una misión e incluso un control por parte de la Iglesia. En la imagen de culto se prolonga el dogma, la verdad de la fe, el orden sacramental, que no proceden de la experiencia interior, sino de Dios y de la sagrada doctrina. Está hermanada con la teología y, desde este punto de vista, una imagen puede constituir una herejía objetiva. De modo totalmente diverso ocurre con la imagen de devoción, en estrecha relación con la vida individual del cristiano.
La imagen de culto es sagrada, en el sentido estricto de la palabra, imagen de majestad. Si bien atrae por su belleza, resultando fascinans, en ella se hace también perceptible lo tremendum, lo inaccesible de Dios, consolidando en el hombre el sentido de su creaturidad. La imagen de culto destaca las fronteras que separan al hombre de lo divino. La imagen de devoción, por el contrario, tiende puentes, manifestando más bien la semejanza entre lo humano y lo divino.
El lugar pertinente de la imagen de culto es el ámbito de lo sagrado. Se accede a ella desde lejos, en forma de peregrinación, y luego uno se vuelve a apartar de ella, regresando al lugar de origen, a la casa, a la patria, conmovido y santificado. Es cierto que, en ocasiones, puede ser llevada por las calles y el campo, pero no se queda allí, sino que regresa a lo sagrado. Tampoco tiene su lugar natural en una casa. Y cuando, a pesar de ello, como acontece en el Oriente, están en una casa y se la percibe tal como es, inmediatamente forma un enclave sacral; un lugar reservado en la pared, un rincón, un cuarto, en prolongación de lo sagrado, nítidamente distinguido del restante espacio utilitario. La imagen de devoción, por su parte, aunque se halle en una iglesia, lo está en cuanto que la iglesia es considerada, antes que el lugar de los misterios divinos, como un ambiente religioso, un sitio de edificación; está allí cual un adorno, sin distinguirse del modo como se encuentra normalmente en una casa, en la pared de un cuarto. El llegar hasta ella y el retirarse, no tiene un carácter cualitativo, sino sólo espacio-temporal.
La auténtica imagen de culto proviene de la inspiración del Espíritu Santo. Es cierto que toda obra de arte exige no sólo dotes en su autor sino también inspiración, y en este sentido, si es auténtica, tiene cierta dependencia del Espíritu Santo. La imagen de culto, sin embargo, está en un sentido especial bajo la dirección del Espíritu: sirve a su obra en la Iglesia, de modo análogo a como le sirve la inteligencia cuando hace teología (cf. Ex 33,31-34), o el vidente cuando profetiza. Quizás sea lícito incluir el don del arte sagrado entre los carismas del Espíritu, de que habla San Pablo.(3)
Termina Guardini sus reflexiones afirmando que la imagen de culto tuvo su período de esplendor en los tiempos pasados, entre los que señala el primitivo cristianismo, el románico y el primer gótico. Obviamente hemos de agregar, en el ámbito oriental, el arte bizantino y su derivación rusa. Luego predominaron las imágenes de devoción. Y cierra su artículo preguntándose: ¿Será todavía hoy posible la imagen de culto?.(4)
Un excelente complemento al análisis de Guardini nos lo ofrece Evdokimov cuando, refiriéndose a este tema, dice que toda obra puramente estética se abre en un tríptico cuyas partes son el artista, la obra y el espectador. El artista ejecuta su obra y suscita una "emoción" admirativa en el alma del espectador. El conjunto está encerrado en este triángulo del inmanentismo estético. Y aun cuando la obra de arte verse sobre un tema religioso, y consiguientemente la emoción se haga sentimiento religioso, éste no proviene sino de la capacidad subjetiva del espectador para experimentarlo, y no es apto para enmarcarse en el contexto del misterio litúrgico. El arte sacro del icono, por el contrario, trasciende el plano emotivo, y por eso, no haciendo concesiones a la sensibilidad, se muestra con una cierta sequedad y despojo hieráticos. En razón de su función litúrgica, el icono rompe el triángulo estético y su inmanentismo consiguiente, abriéndose a un cuarto principio que está más allá del triángulo, a saber, la trascendencia. Ante la parusía teofánica, el hombre se prosterna en adoración.
(Extraído de "EL ICONO. Esplendor de lo sagrado" (P. Alfredo Sáenz, S. J., Ediciones Glaudius 1997)
Notas:
(1) Cf. M.Donadeo, Le icone, Morcelliana, brescia, 1980,pp.54-57. N. Zernov escribe en su libro Cristianismo Oriental: "La libertad y espontaneidad de los cristianos de Oriente deriva de la convicción de ser todos miembros de una sola gran familia compuesta de vivos y muertos; los cristianos van a los oficios litúrgicos como huéspedes a un banquete en que los santos ocupan el lugar de honor. Tal sentimiento justifica la presencia de un número tan importante de iconos. Por esos signos visibles el cristiano quiere de hecho acordarse de sus huéspedes invisibles y su primer gesto al entrar a la iglesia es saludarlos, ofreciéndoles una vela encendida, símbolo de amor y del recuerdo continuo de sus antepasados. A menudo se completa este gesto besando el icono con deferencia. Esta costumbre corresponde al antiguo saludo cristiano del ósculo de paz". Zernov, nacido en Moscú en 1898, era profesor de cultura religiosa ortodoxa en la Universidad de Oxford cuando escribió este libro.
(2) Cf. T.Spidlik, "El icono, manifestación del mundo espiritual", en Gladius 5 (1986),p.97. Spidlik cita en su favor un contexto de Florenskij: "Fuera de su relación con la luz, fuera de su función, la ventana es como inexistente, muerta, no es una ventana: arrancada de su relación con la luz, no es sino madera y vidrio...Lo mismo ocurre con los iconos, representaciones verbales de apariciones misteriosas y sobrenaturales": Le Porte Regali...,p.59.
(3) Cf 1Cor cap.12. Si también el arte de devoción depende en alguna forma del Espíritu, el toque divino sólo se traduce en la creatividad individual, sin explícita ordenación al ámbito de los misterios sagrados.
(4) Cf. "Imagen de culto e imagen de devoción" (Kultbild und Andachtsbild), en Obras I, Cristiandad, Madrid, 1981, pp.335-349.