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viernes, 6 de junio de 2014

La Paloma y el Cordero. Meditación sobre Cristo y el Espíritu


por Lev Guillet


San Juan Bautista y el Cordero de Dios (Rusia, siglo IXX)


Juan vio a Jesús que venía hacia él y dijo: Helo aquí al Cordero de Dios, el que quita el pecado del mundo (Jn 1,19).


Y Juan dio testimonio diciendo: he visto al Espíritu descender del cielo como una paloma y reposar sobre Él (Jn. 1, 32).


Juan Bautista ha venido para dar testimonio. Él ha sido el testigo por excelencia. Esto lo recibió de Jesús: “Él ha venido para llevar testimonio de la Luz” (Jn. 1,7). Mas el lo ha sido también y sobre todo del Espíritu, él que había sido “lleno del Espíritu Santo desde el seno de su madre” (Lc. 1,15). El mismo hombre que ha anunciado a sus discípulos el Cordero de Dios, ha visto la Paloma descender sobre el Mesías. No se puede separar los dos términos de este testimonio. Juan ha sido el heraldo de esta dupla divina: la Paloma y el Cordero. Él ha sido el mensajero del ministerio conjunto del Espíritu y del Verbo.

Este ministerio conjunto, esta acción inseparable la ejercieron desde los orígenes de la creación. El libro del Génesis nos muestra al Espíritu de Dios moviéndose sobre la superficie de las aguas (Gn. 1,2), es decir del caos primitivo. El verbo hebreo empleado sugiere la imagen de un ave que aletea. (Y, lo que sea el caos del mundo, lo que sea el caos de nuestra propia alma, una esperanza poderosa nos queda, porque el Espíritu no deja de “aletear” nuestras profundidades oscuras.) Por otra parte, el cuarto Evangelio declara que el Verbo –el pensamiento, la Palabra de Dios- es desde el comienzo con el Padre y que “todas las cosas han sido hechas por Él” (Jn. 1,3). Entonces, desde el comienzo de la obra divina, ésta se encuentra y queda ubicada bajo el signo de la Paloma y del Cordero, la una y la otra son las figuras de la dulzura y de la pureza. Él Espíritu derramado sobre el mundo lo envuelve con su calor y de su ternura, mientras que el Verbo aclara, determina, da forma.

La dupla “Paloma-Cordero” también nos es sugerida (aunque no veamos allí una profecía formal) por el sacrificio que José y María ofrecieron con ocasión de la presentación de Jesús en el Templo. Ellos podían ofrecer, o bien un Cordero, o bien un par de palomas (Lev. 12,8). Ellos ofrecieron unas tórtolas. Esta era la ofrenda del pobre. Mas también convenía que el sacrificio simbólico de un Cordero no tuviese lugar, allí donde el único Cordero de Dios, el verdadero Cordero pascual estaba presente. Allí la equivalencia de la Paloma y del Cordero se encuentra oscuramente manifestada.
Allí se encuentran sombras y figuras. Con Juan Bautista, la plena Luz se ha hecho. El recibe, expresa claramente el misterio de la Paloma y del Cordero. Él ha “visto” al Cordero caminando entre los hombres bajo la forma de Jesús. Y él proclama con certeza que él ha “visto” al Espíritu, semejante a una paloma, descender sobre el Salvador. Así se encuentra delineado el ideal de la piedad cristiana: “ver” al mismo tiempo al Cordero y la Paloma (y en su relación al Principio, que es el Padre). “Ver”: si no por los ojos del cuerpo, por lo menos por los ojos de la fe, de la oración y del amor. Obtener una visión, una experiencia personal de la distinción y de la unión del Cordero y de la Paloma.

Pero, ¿sucede así para nosotros?.

Para la mayor parte de nosotros, una experiencia tal se encuentra con dos grandes dificultades.

La primera de ellas es una actitud débil, incierta, dubitante, avergonzada -nos atrevemos a decir a tientas– a la vista del Espíritu Santo. Nosotros no diríamos jamás, como le dicen a Pablo los fieles de Éfeso: “Nosotros no hemos jamás oído decir que haya un Espíritu Santo” (Hch. 13,2). Nosotros hemos oído hablar mucho de Él. Y, a la pregunta de Pablo: “¿Habéis recibido el Espíritu Santo después que habéis creído?” (Hch. 19,2), podría ser que respondiéramos: “Hemos pasado por las fases –o por los ritos- de la iniciación cristiana completa”. Sin embargo, el Espíritu Santo se nos representa mucho como “una cosa cualquiera” vagamente. Nos es difícil de pensar en Él como una persona viviente, real. Siempre estamos tentados de representárnoslo como una fuerza impersonal, una energía, una potencia. Las mismas imágenes por las que la Escritura nos lo figuran quedan indefinidas, en cierta manera, demasiado etéreas. Él es soplo, llama, perfume, unción, una paloma que vuela y que se posa. 

Es todo esto, y no es ninguna de esas cosas. ¡Estas no son más que las apariencias, y lo son de un modo tan fugaz! ¡Él permanece indefinido, inaprehensible! ¡Qué contraste con el Yahvé del Antiguo Testamento que se hace ver, ya sea a través de intermediarios, y que habla a los hombres, o con el Jesús de nuestros Evangelios! ¿Cómo establecer entre el Espíritu y nosotros esta relación íntima en la que le podamos decir “tú”, y en la que nosotros lo escuchemos decirnos “tú”?

Imagen cristiana de las catacumbas romanas (Siglo III)

Otra dificultad, frecuente entre las almas más piadosas, puede provenir de nuestra misma adhesión a la persona de Jesús. Los que aman mucho a Jesús, los que se unen a Él con una actitud de familiaridad y de ternura, tienen el temor, y hasta cierto punto la impresión, de perderlo, o al menos de verlo alejarse, si ellos intentaran “inclinarse” hacia el Espíritu. El libro de los Hechos, el libro del Espíritu Santo, tiene la atmósfera propia de Él -la gloria de Pentecostés-, más esta no es exactamente la atmósfera de los Evangelios. El Cristo de Pentecostés no es exactamente parecido al Jesús de Galilea, a pesar de que permanezca idéntico. A los que han puesto al Dios hecho hombre en el centro de su meditación y de su oración, a los que tienen “aferrado” a Cristo, no les es nada fácil el orientarse hacia el Espíritu, de escuchar el sutil rocío que, día y noche, moja e impregna, sin que se vea caer del cielo ninguna gota.

Estas dos dificultades están conectadas. También lo están las soluciones. En cuanto más tomemos conciencia de la “personalidad” del Espíritu, más nos percataremos de la íntima relación que une la Paloma al Cordero. Y cuanto más penetremos en el amor recíproco del Cordero y la Paloma, más veremos al Espíritu afirmarse como una persona. Estas certezas son materia de Revelación. Mas nuestro esfuerzo personal puede contribuir a aclararlas. Podemos obtener esta puesta en Luz (en todo estado de causa muy imperfecta) por el intelecto ayudado por la gracia. Existen sin embargo otros caminos además de las de la especulación discursiva o del estudio histórico. La oración y el amor, se aplican a la à la Palabra revelada, tienen sus propias intuiciones. Retornemos entonces a la experiencia de Juan. Intentemos contemplar a este que él mismo ha visto. ¿Es posible que en esta contemplatio ad amorem, encontremos la solución a nuestras dificultades?

Juan vio al Espíritu descender del cielo como una paloma y posarse sobre Jesús. Este pasaje es de una importancia fundamental en esto que concierne a nuestra investigación. El movimiento del Espíritu –por aquel que él se manifiesta a los hombres- es un movimiento “hacia Jesús”, un movimiento orientado y dirigido hacia el Cordero. Si nosotros no nos atenemos firmemente a esta verdad primera y esencial, todo el resto resultará falseado. Nos encontraremos atrapados en el callejón ciego de un dualismo, de un paralelismo engañoso.

Desde ahora debemos rechazar, entonces, y de una manera radical, la quimera que ha extraviado tantas inteligencias que eran por otra parte nobles y piadosas. Nosotros no queremos hablar del desvarío de un “tercer reinado”, el reino de este Espíritu que reemplazaría a Jesús, un reinado final que sucedería al reinado del Padre. No existe ningún reinado del Espíritu independiente del “Reino de Dios”, que anuncia el Evangelio y del que Jesucristo es el dispensador. El Espíritu Santo, siendo más que un hacedor, siendo Él mismo todo acción y realización, constituye el instrumento de este reino; y el instrumento obra de un modo tan perfecto, que él coincide de un modo tan exacto con la obra, que el Espíritu mismo se identifica con el Reino. Mas Él de ningún modo ostenta su posesión. La oración con la que comienza la mayoría de los oficios del rito bizantino comienza así: “Rey del cielo, Consolador, Espíritu de la Verdad”. Sí, el Espíritu es Rey, mas su realeza consiste en inclinar a sus súbditos hacia aquel que ha dicho a Pilato: “Yo soy Rey” (Jn 19,37). La acción del Espíritu, su reino invisible sobre las almas, crea y manifiesta la Realeza del Verbo hecho carne.

Sin embargo, Jesús, antes de Pentecostés, ¿no ha dicho, pues: “es bueno para vosotros que yo me vaya, porque si yo no me voy, el Paráclito no vendrá a vosotros?” (Jn 16,7) Jesús debía irse, para que a su presencia visible y más restringida (ya que estaba localizada) le sucediera su presencia invisible y universal. Mas es el Espíritu que, antes y después de la Ascensión, nos hace presente a Jesús. Y es Jesús el que nos envía al Espíritu a tal efecto: “Si yo me voy, yo os lo enviaré” (Jn 16,7). El Padre envía la Paloma sobre el Cordero, y el Cordero envía sobre nosotros la Paloma, no para que pongamos la Paloma en lugar del Cordero, mas para que la Paloma nos “invoque” al Cordero. Y aquí “invocar” no tiene el sentido débil de “traer a la memoria”, sino el sentido fuerte de llamar de nuevo y eficazmente, de “hacer volver”. La acción propia de la Paloma, el ministerio del Espíritu a nuestro lado es de manifestar al Cordero, de develarnos al Cristo. Él, el Espíritu, que es por excelencia el invisible y el impalpable, ha por misión el volvernos a Jesús espiritualmente visible y tangible.

La Paloma no posee iniciativa independiente ni aislada. Jesús dice del Espíritu: “Él no hablará de su parte, sino que Él dirá todo lo que haya oído... él tomará de lo que es mío, y os lo anunciará” (Jn 16,13-14). Volveremos más adelante sobre las “palabras del Espíritu”. En este momento, nos fijaremos solamente que no existe otra revelación del Espíritu, que la revelación del Hijo. Lo que el Espíritu nos revela, o más aún al que el Espíritu nos revela, es a Jesús.

La Paloma desciende sobre el Cordero para mostrárnoslo. El Espíritu Santo despierta y aviva en nosotros el recuerdo de Jesús. Pero estas palabras son muy débiles. Él Espíritu nos pone a Jesús delante. Él alza ante nosotros la imagen, la Persona del Salvador. Él es el eco de la Palabra. Él es el resonador, el amplificador del Verbo de Dios.

Y como, nosotros mismos, no sabemos escuchar Jesús, el Espíritu “viene en ayuda de nuestra debilidad” (Rm. 8,26). Como no sabemos “orar como se debe”, Él mismo substituye nuestros balbuceos por sus propios suspiros, sus “gemidos inefables” (Rm. 8,26). Él es la fuente y la fuerza de todas nuestras aspiraciones hacia Jesús. Pablo lo declara: “Ningún hombre puede decir que Jesús es el Señor, si no es por el Espíritu Santo” (1 Cor. 12,3). Él se pone de alguna forma en nuestro lugar. Él mismo toma nuestro lugar. Es Él que nos hace decir “yo”, mientras que nos dirigimos a Jesús como a un “Tú”.

Se podría decir –pero sin tomar demasiado estos términos filosóficos- que el Espíritu, en tanto que se identifica con nosotros, por otra parte sin confusión de naturaleza, se hace el sujeto de nuestra vida de cristiano, el sujeto que desea y aspira, mientras que Jesús es el objeto, el modelo, el fin hacia el que tendemos inmediatamente (siendo el fin supremo el Padre).

¿Acaso esto es decir que Jesús nos sea más exterior que el Espíritu? ¡Acaso esto es decir que el Espíritu nos sea más interior que Jesús? No, Jesús y el Espíritu, aunque permaneciendo trascendentes con relación a nosotros, nos son igualmente interiores e íntimos. Mas existen diversas clases de interioridades. Por una parte, San Pablo nos dice: “Vosotros sois el Cuerpo de Cristo, y sois sus miembros” (1 Cor. 12,27). Por otra parte, también nos dice: “¿Acaso no sabéis que vuestro cuerpo es el templo del Espíritu Santo, que está en vosotros?” (1 Cor. 6,19). Esto es porque cada uno de nosotros, individualmente, es el templo del Espíritu Santo que, colectivamente, todos formamos el Cuerpo del Cristo. La Escritura emplea de una manera casi de modo equivalente las dos expresiones “en Cristo” y “en el Espíritu”. A menudo, parece “apropiarse” nuestra inmanencia de Dios en el Espíritu más que en Cristo, y la instrumentalidad en Cristo más que en el Espíritu. Se lo piensa y se lo dice entonces: “por Cristo, en el Espíritu”. La fórmula, en un sentido, es muy justa. Pero sería posiblemente más justa aún, si se aceptan las ecuaciones (por otra parte un tanto groseras): “El Espíritu es el sujeto, el Hijo es el objeto”, de decir que, por el Espíritu, estamos en Cristo.


Basílica San Clemente, Roma.


Notas:


Extracto de La Colombe et l’Agneau. Éditions de Chevetogne, 1979. Traducción del francés de Hieromonje Diego Flamini. (Monasterio de la Transfiguración de Nuestro Señor Jesucristo, Pigüé, Argentina)