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lunes, 11 de octubre de 2010

Vida monástica oriental.



La vida monástica se da en la realidad a través de sus dos manifestaciones visibles: el monje y el monasterio.

1)
El monje es un bautizado que, urgido por Dios, se adentra en la senda angosta. “El que pierda su vida por mí, la encontrará” dice Jesús. La esencia de su ser es el combate espiritual, cuyas armas son la obediencia al Padre espiritual y la vigilancia del corazón. Su actualización, es la oración ininterrumpida, y su vehículo es la obediencia (servicio o tarea que se realiza a favor de la comunidad). Su explicación, es la comunidad de monjes a la que está unido por todas las notas constitutivas de su ser. En el Oriente Cristiano, que es donde ha nacido el monaquismo, éste ha sido discernido como meta figurada de todo cristiano, ya que el monje ha tenido oídos y ha oído algo que lo ha llevado a ser símbolo de la Iglesia, que hace penitencia:

Dios resiste a los soberbios y da su gracia a los humildes. Someteos, pues, a Dios; resistid al Diablo y él huirá de vosotros. Acercaos a Dios y él se acercará a vosotros. Purificaos, pecadores, las manos; limpiad los corazones, hombres irresolutos. Lamentad vuestra miseria, entristeceos y llorad. Que vuestra risa se cambie en llanto y vuestra alegría en tristeza. Humillaos ante el Señor y él os ensalzará” (St. 4, 6-10) 

Desde un principio los cristianos apreciaron la continencia por el Reino de los Cielos. Pero esta vida nunca estuvo concebida como una mera soltería, sino como una respuesta al Amor Divino, a la manera de las vírgenes prudentes del Evangelio. Toda alma está llamada a un trato y unión esponsal con Dios, definitiva en el Cielo y que asume formas que a la distancia podrían confundirse con las realidades meramente naturales. 

Porque hay eunucos que nacieron así del seno materno, y hay eunucos que se hicieron tales a sí mismos por el Reino de los Cielos. Quien pueda entender, que entienda” (Mt. 19, 12)

Así como el matrimonio cristiano, aspira a ser una Iglesia doméstica en la fecundidad que brota del Amor de los esposos a Dios y entre sí, el hacerse “eunuco por el Reino de los Cielos” implica una apertura a Dios unificada, exclusiva, profética del Reino venidero. Ante las preguntas capciosas de los saduceos, Jesús dice:

Estáis en un error, por no entender las Escrituras ni el poder de Dios. Pues en la resurrección, ni ellos tomarán mujer ni ellas marido, sino que serán como ángeles en el cielo. Y en cuanto a la resurrección de los muertos, ¿no habéis leído aquellas palabras de Dios cuando os dice: Yo soy el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob? No es un Dios de muertos, sino de vivos” (Mt. 22, 29-32). 

El Dios Viviente nos llama a la Vida eterna, y la renuncia a esta vida está únicamente dirigida a la adquisición de esa Vida abundante que habrá de ocupar su lugar.

Cuando aparezca Cristo, vida vuestra, entonces también vosotros apareceréis gloriosos con él. Por tanto, mortificad vuestros miembros terrenos: fornicación, impureza, pasiones, malos deseos y la codicia, que es una idolatría, todo lo cual atrae la cólera de Dios sobre los rebeldes, y que también vosotros practicasteis en otro tiempo, cuando vivíais entre ellas. Mas ahora, desechad también vosotros todo esto: cólera, ira, maldad, maledicencia y palabras groseras, lejos de vuestra boca. No os mintáis unos a otros. Despojaos del hombre viejo con sus obras, y revestíos del hombre nuevo, que se va renovando hasta alcanzar un conocimiento perfecto, según la imagen de su Creador” (Col. 3, 4-10)

2)
El monasterio es el recinto dentro del cual se desarrolla ordinariamente la vida del monje. Es significativo que incluso cuando se construye uno, se prevé que la puerta de entrada y salida sea una sola. Exactamente como el redil de las ovejas del que habla Jesucristo, el Buen Pastor. Es que este ámbito sagrado cobija un reflejo de la Iglesia en pequeño y está destinado a pulsar en su interior la Vida abundante que Dios infunde en su Cuerpo Místico.

Su esencia es la
Regla monástica, que es el marco objetivo de vida del Evangelio que responde ya no al “qué he de hacer”, sino al “cómo”. Su particularización es la celda del monje, (no por nada los Santos Padres del desierto decían “enciérrate en tu celda, y ella te lo enseñará todo”), y su resumen, el Katolicón o templo principal del monasterio. Originalmente los monasterios se ubicaban en lugares poco accesibles, apartados del mundo. A partir de que los monasterios se hicieron en lugares accesibles, la clausura representó esa huida del mundo y de sus obras. Aunque el monasterio no tuviera a esta de modo absoluto, sigue siempre constituyendo su clima interno, el tono de su alma. (1)

El verdadero monje es aquel que vive plenamente la muerte y la resurrección ha experimentado cuando la iniciación bautismal. Y si el monaquismo es  “La vida según el Evangelio”, entonces, es una vida de amor. Es el cumplimiento de los dos grandes mandamientos evangélicos de amar al Señor nuestro Dios y de amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos (Mt. 2, 37-39).


PATERNIDAD, HOSPITALIDAD, ORACIÓN



Se cuenta  la historia de tres monjes que hacían juntos una visita anual a San Antonio el Grande (251-356). Dos de entre ellos llegaban cada año con numerosas preguntas, mas el tercero permanecía siempre silencioso y no preguntaba nada. Luego de muchas visitas semejantes, Antonio se dio vuelta hacia el tercero y le dijo: “Escucha: tú has venido aquí tantas veces, y sin embargo no me preguntas jamás nada”. “Padre”, replicó el otro, “me basta mirarte”. Tal era el modo en que san Antonio el ermitaño expresaba su amor por un ministerio pastoral directo. Él es el prototipo de una figura que reaparece sin cesar en la historia del monaquismo oriental: “el anciano” carismático, el guía espiritual, llamado geronta por los griegos y staretz por los eslavos. Es allí, en su ministerio de paternidad espiritual, que encontramos la diakonía fundamental del monaquismo para con la sociedad, su contribución visible más significativa a la transfiguración de la vida humana. En la vida de muchos otros santos monjes en el curso de los siglos –Benito en Italia, Sabas en Palestina, Sergio de Radonezh y Serafín de Sarov en Rusia-, se discierne precisamente el mismo movimiento que en la vida de Antonio: una huída en vista a un retorno. El monje comienza por retirarse en la soledad, pero, más tarde, abre su puerta al mundo del que ha huido antaño. Dicho ministerio de paternidad espiritual permanece tan importante hoy como lo fue en el pasado

En la tradición de san Pacomio, los monjes sirven a la sociedad de modo igualmente directo. Desde el comienzo, los monasterios cenobíticos han considerado siempre la hospitalidad como formando parte de su vida cotidiana. “Cuando recibimos a los visitantes”, declara abba Apolo en Las sentencias de los Padres del desierto, “deberíamos prosternamos delante de ellos, ya que no es delante de ellos que nos prosternamos, sino delante de Dios.
La paternidad espiritual es el más importante servicio exterior del monaquismo al mundo; mas hay un servicio interior aún más importante. En uno de los más antiguos textos monásticos, se cuenta la historia de un joven monje que va a su padre espiritual en estado de sombrío desaliento. “Padre, ¿qué debo hacer?, pregunta, pues mis pensamientos me oprimen y me dicen: No haces ningún progreso; parte de aquí”. El anciano respondió: “Dí a tus pensamientos: Por el amor de Cristo, cuido los muros”. Cuido los muros: los monjes son como los centinelas sobre las murallas, protegiendo a los otros miembros de la Iglesia, mientras que cumplen sus labores cotidianas en el recinto entre los muros. “Cuido los muros”, ¿contra quien? Los primeros monjes tenían una respuesta precisa: contra los demonios que son los enemigos comunes de la humanidad. Retirándose al desierto, dominio de los demonios, a fin de entablar la lucha contra las fuerzas del mal, el monje hace, por eso mismo, un bien al mundo entero (Con ese propósito, si se comprende el desierto en tal sentido, como dominio de los demonios, uno puede preguntarse dónde se encuentra “el desierto” en nuestro mundo contemporáneo: ¿en el campo o en la ciudad?) ¿Y con cuáles armas el monje protege los muros contra las fuerzas demoníacas? Una vez más, la tradición monástica responde de manera específica: con las armas de la oración.

Así, pues, este es principalmente el modo en que el monje sirve al mundo: no en primer lugar por las obras exteriores de caridad o por la erudición, no ante todo por la hospitalidad ni siquiera por el consejo espiritual, sino por el trabajo interior de la oración. El amor de un monje se expresa ante todo por su oración: su oración es su amor. Sirve a su prójimo rezando. No simplemente por su oración de intercesión, sino por toda su oración, sea de arrepentimiento, alabanza o silencio. Cuando san Teodoro Estudita (759-826), proclamaba que “los monjes son la fuerza y la base de la Iglesia”, era ciertamente este ministerio de oración el que tenía en vista ante todo. Precisamente porque reza, el monje no está separado del mundo, por grande que sea su aislamiento exterior, pues la oración, aunque interior y personal, no es jamás solitaria: aquel que ofrece una oración auténtica y viva reza siempre como miembro de un cuerpo, en unión con todos aquellos que rezan, y en realidad con la humanidad entera, tanto si ella reza o no. Toda oración es comunitaria y cósmica. Cuando el monje dice la Oración de Jesús, “Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí, pecador”, dice al mismo tiempo «ten piedad de nosotros», incluso si aquella puede no ser la forma aparente de las palabras que emplea. Su invocación no sería una oración auténtica si fuera dicha para él solo. Así, en virtud de su oración, el monje está, según la palabra de Evagrio Póntico (346-99), “separado de todos y unido a todos”.

Presuponiendo como ella esta mutua coherencia, la oración es una fuerza dinámica y transfigurante, incluso cuando permanece enteramente oculta. Más es hecho quizás por mantener la paz en nuestra generación por aquellos hombres y mujeres en la oración incesante, enteramente inadvertida para el mundo exterior, que por todos los políticos y diplomáticos. Los ermitaños llevan quizás a Cristo más hombres que cualquier escritor o predicador, cualquiera que sea su elocuencia. “Adquirid la paz interior”, decía san Serafín, “y miles a tu alrededor encontrarán su salvación”. Si algunos hombres se vuelven oración, ha notado Olivier Clément –oración que es “pura” y, a juzgar por las apariencias, perfectamente inútil- transforman el universo por el solo hecho de su presencia, de su existencia misma. Tal es precisamente la vocación del monje: ser una presencia, la presencia de la oración, ayudar al mundo no tanto de manera activa que de una manera existencial, no tanto por lo que hace que por lo que es, volviéndose él mismo oración viviente. 

Transfigura el mundo transfigurándose él mismo. En toda la historia de la Iglesia, los monjes han sido muchas veces la ilustración de esta paradoja: aquel que rechaza preveer y organizar, que no busca determinar cuál es para él el mejor medio de ser útil al prójimo, sino que se vuelve simplemente hacia Dios con un amor infinito, es a menudo ese justamente quien, más que todos sus contemporáneos, aporta más, y duraderamente, a la sociedad entera. Puede que el monje sueñe menos en convertir al mundo y más en convertirse él mismo: más oportunidades habrá que el mundo se encuentre de hecho convertido.

“Ved esta ventana, dice Tchouang Tseu, no es más que un agujero en el muro, más, gracias a ese agujero, toda la habitación está llena de luz. Así, cuando todas nuestras facultades están vacías, nuestro corazón está lleno de luz. Y el hecho de estar lleno de luz produce una influencia que transforma secretamente a nuestros prójimos”.El monje es precisamente ese agujero en el muro, a través del cual pasa la luz increada del Señor. Vaciando totalmente su corazón y no dejando más que la oración, se vuelve una ventana para la Iglesia y para el mundo.

También los monjes han ocupado un rol profético o esjatológico, recordando a los hombres que el reino de Dios no es un reino de este mundo. Y tal es siempre su rol en el seno de la Iglesia. La actitud del monje es esencialmente una actitud de espera. “El monje, dice san Isaac el Sirio (siglo VII), es aquel que pasa todos los días de su vida en ayuno, sed y penitencia en razón de su espera de la esperanza celestial”. Los monjes son los profetas y los heraldos de la segunda venida de Cristo: al igual que los profetas del Antiguo Testamento han predicho la primera venida de Cristo y la Encarnación, son los monjes, en el seno de la Iglesia, los que anuncian su segunda venida, no tanto con sus palabras como con su vida misma.

 
ORACIÓN Y ARREPENTIMIENTO CONTINUO:


En Las sentencias de los Padres del desierto, leemos: “Contaban aún esto con respecto a Abba Arsenio: un sábado, tarde a la noche, se mantuvo de pie, dando la espalda al sol poniente, y se puso a rezar levantando los brazos al cielo; y quedó así hasta que el sol del alba iluminó su rostro (…) Un hermano se volvió hacia la celda de Abba Arsenio, en Scete, y miró por la ventana; y vio al anciano como si estuviera enteramente en llamas” .
Ambos relatos nos exponen el ideal monástico. El monje es aquel que se mantiene continuamente ante Dios en oración, aquel que se identifica tan totalmente con el acto de rezar que se vuelve él mismo una llama viviente de oración. Esta llama viviente es la manera en que se expresa su amor a Dios y al hombre, y por esta llama de oración sirve a la sociedad y participa activamente en la transfiguración del mundo.
He aquí, pues, el ideal: ¿qué sucede en la práctica? En una de sus obras, el escritor ortodoxo finlandés Tito Colliander registra la conversación siguiente entre un monje y un laico: “¿Qué hacéis, pues, en el monasterio?”, pregunta el laico. Y el monje responde: “Caemos y nos levantamos, caemos y nos levantamos, caemos otra vez y nos levantamos otra vez”. El monasterio es un sitio de oración continua, pero también de arrepentimiento continuo. La Oración de Jesús, que ocupa un lugar central en la formación espiritual del monje, es entre otras cosas una oración de penitencia, un ardiente pedido de perdón: “ten piedad de mí, pecador”. La familia monacal, como toda familia compuesta de marido, mujer y sus hijos, es un grupo de seres humanos pecadores que, con la ayuda de Dios, aprenden lentamente a llevar una vida común, que no cesan de caer y, sin embargo, luego de cada fracaso, se esfuerzan en empezar de nuevo. (2)


La tradición monástica ha siempre sido reconocida en la Ortodoxia como el testimonio más auténtico del Evangelio de Cristo. Como los profetas del Antiguo Testamento, como los mártires (testigos) del cristianismo de los primeros siglos, los monjes hacen al cristianismo creíble. Mostrando que se puede llevar una vida de oración y de culto luminoso, alegre, plena de sentido, sin ser dependiente de las “condiciones normales” de este mundo, dan una prueba viviente de que el Reino de Dios estaba verdaderamente en medio de nosotros. El retorno a una tradición semejante sería particularmente significativo en medio de nuestro mundo secularizado y militante. Una humanidad que pretende hoy que ha “alcanzado su mayoría de edad” no pide la ayuda del cristianismo en su búsqueda por un “mundo mejor”. Ella puede, sin embargo, estar de nuevo interesada por la Iglesia, si la Iglesia es capaz de mostrar un mundo no solamente mejor, sino verdaderamente nuevo y diferente. Es esto lo que tantos jóvenes buscan, pero que descubren desgraciadamente en medio del budismo zen, y generalmente en medios psicodélicos u otros modos de escaparse hacia la muerte.
Los monjes son los testigos de este nuevo mundo. Si hubiera más comunidades auténticas entre nosotros, nuestro testimonio sería más fuerte.




(1) La vida monástica (1º parte)
(2) El monaquismo, sacramento de amor (Kallistos Ware)
(3) Matrimonio, celibato y vida monástica (Jean Meyendorff)




1 comentario:

Unknown dijo...

PAX!!! Convido a dar una mirada en el blog de spiritualidad: 'sabiduria del desierto' en el link: http://sabedoriadodeserto.blogspot.com

Felicitaciones por vostro blog!!!